Hipocracia

(Por Astor Vitali) Más allá de las discusiones de corto plazo y de las alteraciones de ánimo que atravesamos sin excepción por causa lógica del devenir pandémico, en los comportamientos sociales y en las acciones de las autoridades podemos encontrar claves para comprender esa imagen que nos arroja el espejo del análisis de los comportamientos basados en la preponderancia del uso de máscaras que esconden el verdadero rostro oculto, inconfesable. Aquel rostro que no aceptamos auto percibir.

Desde el comienzo de las medidas de cuidado sanitario, algunas de las primeras reacciones sociales se basaron en acciones simbólicas de reconocimiento a quienes llevaron (y llevan) adelante actividades esenciales. Los aplausos en los balcones a las nueve. Así apareció la máscara emocionada de la humanidad. Como contrapartida, el rostro rojizo de los aplaudidores fue descubierto desnudo y con su verdadera forma cuando comenzaron a pintar cruces en las puertas de las casas o departamentos de los profesionales, en los domicilios de los aplaudidos. La máscara emocionada seca sus lágrimas en el rostro infernal de sus portadores.

Los gobiernos, en general, todos los gobiernos y de todos los colores, pasan sus horas hablando del reconocimiento al trabajo de los y las profesionales de la salud. Hacen spots publicitarios hablando de cuánto orgullo social nos generan. Todos los estratos de la dirigencia política se muestran en un estado de genuina conmoción por ese gran ese gran esfuerzo que hace el sector. Sin embargo, toda esa profusa emoción que nos generan les imprescindibles no se traduce en mover un poquito la distribución salarial para que efectivamente esos profesionales puedan percibir concretamente que se les reconoce en lugar de verse obligados a endeudarse mientras pelean contra el coronavirus y contra los rostros que se reúnen a tomarse unas birritas para hablar –con mucha preocupación, claro está-, en fiestas y reuniones, de lo importante que es el sacrificio que hacen desde el sistema de salud sus laburantes.

Un trabajador de la salud o una trabajadora de la salud de planta, para no ir más lejos, del hospital municipal, uno de esos por los que nos gastamos las manos aplaudiendo porque nos salvan la vida, recibe como valoración social un sueldo de treinta y seis mil pesos… en una ciudad cuya canasta está en al menos 47.212 pesos. ¿De qué valoración social hablamos? La espalda la palmea la máscara y el sueldo lo paga el rostro descubierto, a cara de perro.

En los medios de comunicación, podemos ver, leer y escuchar cómo las máscaras de decenas de comunicadores de medios con gran alcance realizan dos o tres notas por mes del tipo historia de vida. Las máscaras conmovidas muestran su emoción y cierran las entrevistas refiriéndose a esos y a esas profesionales como los “héroes” o las “heroínas” de esta sociedad. Segundos mediante, los rostros de esos comunicadores retornan a su campaña por “abrir” la economía. Los rostros antes boquiabiertos por las dignas tareas de sus héroes ahora muestran sus dientes filosos poniendo más fichas a la rocola de disco único y pista rallada que abona a la sicosis general y envía un único mensaje: “hay que salir volver a la normalidad, abrir la economía”. Volver a la normalidad, claro, en una circunstancia anormal, pandémica, implica que más personas se enfermen y que nuestros héroes deban trabajar sin descanso, mal pagos y poniendo en riesgo a sus familias.

La máscara y el rostro pueden ser claro, considerados elementos intrínsecos de las contradicciones humanas que tiene cualquiera. Hasta podríamos decir que es esperable. Sin embargo, cuando la máscara de virtud no refleja el deseo, la pulsión por hacer en el sentido declamado sino la mera fachada hipócrita y la pulsión real, es decir, nuestras acciones concretas son las que expresa ese rostro que escondemos atrás de la máscara, la escena ya no representa el teatro de las contradicciones esperables sino la constitución de la hipocracia como sistema de vida. El poder de la fachada, el gobierno de la máscara, decretando lo visible para que en rigor, perviva el rostro oculto de lo indeseable.

No resulta de mayor interés aportar al discurso pesimista. En todo caso el pesimismo aburre –por lo menos después de Artl- porque es la contracara de la prepotencia del trabajo: es la irreverencia de abulia. Uno más bien milita el optimismo. Pero el optimismo basado en el reconocimiento de las cosas. El optimismo de la máscara es igual a relamerse por un postre vencido. Hace falta ver el rostro, hacer un preciso escrutinio de todas sus verrugas y sus marcas, conocer las porosidades y las pústulas que lo definen con escandalosa precisión, de manera de buscar una fórmula para la sonrisa que lo espabile de su mueca de cinismo.

Para ser optimista y buscar un camino de retorno hacia la humanidad, la búsqueda de un sendero que nos lleve a la democracia (democracia como sinónimo de justicia y también justicia económica) es preciso denunciar a viva voz esta situación espantosa de la hipocracia. Una hipocracia que no se nos revela o que preferimos no mostrarnos porque tal vez percibamos que no nos gustará ver el rostro que quedó bajo la máscara que nos hicimos.

Queda dicho. Decir una cosa y hacer otra es más bien reflejo más que humano de las contradicciones que nos superan. Pero hacer una cosa y decir otra es más bien pura hipocresía. Es como pintar con palabras un jardín sobre la realidad de lodo.

Sin embargo, vale el esfuerzo cambiar la frialdad del plástico que nos cubre y, por fin y humanamente, acariciarnos la piel, tocarnos la cara. Porque, al fin, está allí, por más cubierta que se le imponga.

*Imagen de portada: Oswaldo Guayasamín