Radiografía feminista de una meritocracia más que fallida

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(Por Helen Turpaud Barnes) En el año 1991 fue tema bastante difundido en los medios de comunicación el debate por la llamada Ley de Cupo Femenino que finalmente estableció la obligatoriedad de un mínimo de 30% de mujeres en toda lista de candidaturas para funciones públicas. La ley pretendía compensar legislativamente el hecho de que la presencia de mujeres en cargos políticos tenía una legitimidad muy inferior a la que se le reconocía a los hombres. Más allá de que la ley finalmente se aprobó, el debate en verdad está lejos de haber sido zanjado porque el problema de las desigualdades sociales de base incluye no solo la cuestión de género sino muchos otros aspectos que exceden por mucho el ámbito de la aspiración a cargos públicos estatales.

Fue lanzada en Argentina una publicidad de Chevrolet llamada “Meritocracia”: el spot apela a la idea de que el mero esfuerzo y la superación personal son ingredientes suficientes para el “éxito” social y económico. Sin embargo, las desigualdades estructurales en la sociedad vuelven ilusoria toda noción de que la prosperidad económica y el reconocimiento laboral son solo producto del esfuerzo individual.
¿Y qué sucede con las mujeres en este escenario? Cuando se habla de los estereotipos de género se olvida que esto implica también diferencias económicas grandes, lo cual acarrea una distribución diferenciada en el arco social según estemos hablando de hombres o de mujeres. Hablar de “feminización de la pobreza” tiene que ver con que, por un lado, las mujeres suelen tener trabajos menos remunerados, y por el otro lado, también suelen tener a su cargo las obligaciones familiares. Por eso la mayoría de las personas pobres son mujeres(alrededor del 70%).
Cuando se habla de los estereotipos de género, también se olvida que el mero cuestionamiento de estos roles estereotípicos por parte de cada mujer no implica necesariamente un cambio de lugar en la sociedad. Es cierto que es preciso ampliar las representaciones sociales de lo que puede ser hecho por mujeres, valorizar el trabajo que habitualmente es realizado por mujeres y dejar abierta en las escuelas la idea de que la propia condición de mujer puede sufrir corrimientos de acuerdo con los modos de identificación de género. Sin embargo, todo esto no necesariamente trae aparejadas mejoras materiales, porque las mujeres siguen teniendo muchas dificultades para acceder a determinadas oportunidades laborales más allá de las decisiones personales que ellas realicen. El hecho de que ingrese una cantidad masiva de mujeres en el mercado laboral “masculino” implicaría una amenaza radical para la hegemonía de los varones en ciertos trabajos. Hegemonía que incluye privilegios económicos que de haber mayor competencia estarían en peligro. Y el patriarcado no tiene ninguna intención de ceder espacios.
Hay una rápida comprensión de las dificultades que tiene un obrero o un campesino. Sin embargo, otras circunstancias completamente habituales pasan desapercibidas para la gran mayoría de la población. Es el caso de la ausencia casi total de mujeres como conductoras de camiones, albañiles, taxistas, colectiveras, traumatólogas, cirujanas, gerentas de empresas internacionales, lideresas sindicales, gobernadoras, plomeras, electricistas, pilotas de avión, empleadas municipales de manutención de arbolado público, etc. Quienes no ven el elefante en el bazar de la discriminación sexista en ese tipo de trabajos ostentan sin embargo una capacidad de observación increíblemente aguda a la hora de registrar el casi invisible porcentaje de mujeres que se desempeñan en trabajos considerados “de hombres”: saben de la existencia de UNA plomera que trabaja de modo independiente (jamás empleada por Camuzzi) en Villa Mitre. La mención de excepciones con el solo objeto de invalidar la denuncia revela un fuerte conformismo con la desigualdad: un solo ejemplo es“suficiente”: “ahora mujeres y hombres hacen lo mismo”, “¿qué más quieren?”. Hasta la extrañeza frente al propio lenguaje da cuenta de estas ausencias: “chofera”, “lideresa”, “peona”, etc. Y cuando sí encontramos mujeres en estos ámbitos poco “comunes” para ellas, es probable que cobren menos.
Ahora bien, la mención de estas excepciones como modo de visibilizar posibilidades laborales “diferentes” para las mujeres sí es importante. (La científica argentina Andrea Gamarnik, internacionalmente galardonada por sus trabajos de investigación sobre el dengue, ha comentado de la dificultad que tienen las mujeres para posicionarse en los ámbitos de investigación científica.)
Sorprendentemente, se sigue apelando al argumento tan inadecuado de la diferencia de fuerza física entre varones y mujeres para justificar estas desigualdades laborales cuando en muchos casos lo físico no es un tema prioritario. Curioso que cuando incluso en los casos en que sí lo es no parecen preocuparse por la fuerza física a la hora de recurrir al trabajo infantil en muchas obras en construcción o campos, ni de emplear varones visiblemente “pequeños” o de asignar tareas excesivamente pesadas, lo cual lleva a accidentes y problemas de salud (basta con ver una clínica de rehabilitación de ART). De hecho, es este argumento sexista de la “diferencia de fuerza entre los sexos” uno de los principales legitimadores del trabajo infantil. Nuevamente no parece ser un problema la fuerza física a la hora de asignar a las mujeres pobres la “maternal” tarea de tener que cargar en brazos con un crío de unos quince o veinte kilos durante varias horas al día.
Por otra parte, no hace falta aclarar que entre trabajadores varones existen grandes diferencias físicas que sin embargo no son evaluadas en casi ningún trabajo. Además, buena cantidad de trabajos que hace décadas requerían de una gran capacidad física, hoy con los avances técnicos son más fáciles y livianos. Se podría argumentar que pocos hombres suelen ser empleados en tareas “femeninas”: en el trabajo doméstico o el magisterio. Pero estos ámbitos no son precisamente bien remunerados con respecto a otros trabajos que piden igual calificación a uno u otro caso. Y el ingreso en la docencia no tiene impedimentos administrativos ni simbólicos para los varones. Más bien al contrario: un maestro de escuela es llamado “profesor” mientras que su colega mujer es llamada desprofesionalizantemente “señorita”, y la mayoría de los dirigentes sindicales de la docencia son hombres.
La cuestión de la calificación académica no parece ser más alentadora. Diarios como The New York Times o The Guardian han dado cuenta de un creciente fenómeno mundial: quienes obtienen las mejores notas en todos los niveles educativos incluyendo el universitario son mayoritariamente mujeres. Sin embargo, esto no se expresa en mejores oportunidades laborales. Se suele argüir que esto es a causa de que muchas mujeres en algún punto renunciarían a sus carreras profesionales para “hacerse cargo” de una familia o de que los hombres serían más “ambiciosos”. Nos preguntaríamos si esta “renuncia” y esta “ambición” deben tomarse como un mero dato de la realidad, o si más bien deberíamos combatir semejantes mandatos sociales que ponen a las mujeres claramente en una desventaja profesional respecto de los varones. Se suele menospreciar la calificación profesional de las mujeres más allá de su currículum o se cambia el eje al tema del “aspecto personal”. Cabe agregar la hostilidad del acoso sexual o la consideración de que las mujeres son “sensibles” e “irracionales” (lo cual mina su credibilidad). Lamentablemente, el imaginario social prefiere reproducir la idea de que “las mujeres son muy competitivas” o “muchas mujeres en un trabajo son problemáticas” (curioso que estos estereotipos convivan con la idea de que los hombres son “agresivos” y “competitivos”). En cambio, la discriminación sexista, el acoso sexual o la desautorización de la palabra femenina no parecen ser problemas demasiado graves.
Por último, se encuentra el tema de la transmisión de los conocimientos. El hecho de que habitualmente se presenten los conocimientos técnicos y las tareas pesadas como “cosa de hombres” lleva a problemas materiales concretos. ¿Qué sucede cuando una niña decide que quiere adquirir conocimientos técnicos de electricidad o jugar al fútbol? Sucede que esa niña o mujer NECESITARÁ APRENDER aquello que se le había dicho que no debía interesarle. Y es este eslabón de la trasmisión del conocimiento donde habitualmente entran en juego otros métodos de imposición del sistema patriarcal: en mi experiencia como docente he observado incontables veces que los varones (tanto adolescentes como adultos) suelen negarse a “explicarle” a las mujeres cómo hacer ciertas tareas que creen que son solo “masculinas”. A veces, de darse la trasmisión, esta se realiza acompañada de comentarios descalificadores o sexuales que buscan incomodar o desalentar a las mujeres. También hay una fuerte resistencia masculina a pedir asistencia física de las mujeres, por lo cual muchos hombres prefieren irse a la otra punta del colegio a buscar a otro varón o romperse la espalda antes que pedir ayuda de una mujer. Si es una mujer quien agarra una herramienta o se dispone a realizar una tarea física pesada, es muy habitual que los varones que no tienen su masculinidad deconstruida intenten sacarle de las manos la herramienta, estorbarla o “ponerla a prueba” (“a ver, hacelo sola si sos tan orgullosa…” es el tono habitual). O bien los varones dicen “dejar” ciertas tareas a las mujeres, y luego adoptan el lugar de “corregir” lo que estas hayan hecho en vez de hacer una evaluación conjunta con ellas. No es nada habitual (sobre todo de parte de adultas) ver una resistencia paralela a trasmitir conocimientos de tareas consideradas como “femeninas” a los varones. Sí en cambio es muy fuerte la resistencia de los varones a aprender de parte de mujeres tareas consideradas “de hombres”.
Todos estos mecanismos de obstaculización y monopolización de prácticas y saberes difícilmente sean realizadas conscientemente por la mayoría de los varones: no hablamos de “malas intenciones” sino de prácticas sociales específicas que forman parte de un sistema. Pero no hay que olvidar que el proceso de deconstrucción de la masculinidad hegemónica que han de hacer los varones no basta con mostrarse “abierto” sino que incluye hacer suya la tarea de disminuir y cuestionar los obstáculos que ellos u otros habitualmente generan para las mujeres.
Así, se habla de la “carrera hacia delante” en materia académica que obliga a tener cada vez más títulos universitarios para poder sobrevivir. Pero también existe una “carrera hacia delante” en el tema de la división sexual del trabajo asalariado que reserva todas las ventajas de los avances técnicos para los varones, excluyendo a las mujeres de estos cambios. Esta expropiación material y simbólica no es una “falencia accidental” en la educación de las mujeres: es parte estructural del sistema capitalista y patriarcal, y por eso no se cambia con que haya algunas mujeres que simplemente decidan estudiar Ingeniería Eléctrica o ser taxistas pensando que llegarán “por mérito propio”. Como dice la pensadora feminista Eve Sedgwick, “la ignorancia no es neutra”, no es un estado “original”, sino que es “el producto de un modo particular de conocer”.
A modo de apéndice, querría aclarar una cuestión. Silvia Federici, autora del libro Calibán y la bruja, advierte que la incorporación de las mujeres al mercado laboral asalariado no es una “liberación” para las mujeres sino que es funcional al desarrollo del capitalismo. Su advertencia no implica, por cierto, que la solución sea seguir marginando a las mujeres de muchos puestos laborales (cosa que tan solo acentúa el poder patriarcal), sino que nos recuerda en qué sistema vivimos. Un cambio social no se hace pidiendo “sacrificios” a los sectores oprimidos sino reconociendo las potencialidades que están a mano para realizar el cambio de sistema que diluya toda opresión. Y si vamos a criticar el clasismo del ideal meritocrático, bien vale criticar su machismo, su racismo, su colonialismo también.