Derecho a defenderse sola: autonomía y acoso sexual callejero

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(Por Helen Turpaud Barnes) En un lejano abordaje de Georg Simmel sobre la “condición femenina” recuerdo haber leído que los hombres serían “dueños” de su honor, mientras que las mujeres no, de donde venía que el hombre pudiera “limpiar” su honor por determinación propia, mientras que la mujer dependía de un hombre que respondiera por ella, que la tutelara. Hay mucho de esto en el presupuesto misógino de que las mujeres no son dueñas de su cuerpo ni de su voz ni de sus espacios, y por ende, los hombres, o su representación hipostasiada en Estado, iglesia o institución médico-psiquiátrica tienen el derecho a decidir por ellas.
Muchas mujeres y niñas dicen repetidamente que el acoso sexual callejero  (eufemísticamente llamado “piropo”) resulta desagradable, humillante, intimidante, etc. Si bien hay mujeres que dicen gustar del “piropo”, una gran cantidad dice claramente que no. Ante este ‘no’ generalmente una es tachada de “frígida” o “amargada”, se dice que hay que mostrar “altura” y no responder, o se impone cierta obsesión pseudo-estadística de decir que “a muchas les gusta”, negándole escucha al claro ‘no’ de muchísimas otras. La mención de la “falencia sexual” está en el meollo de la cuestión: las mujeres no deben poder gozar más que en el sometimiento, su dignidad es el silencio, y si se rebelan, serán condenadas a no gozar sexualmente. Paralelamente se entiende como “totalmente lógico” el que cuando alguien “piropea” a una mujer acompañada de un hombre, este acompañante muchas veces quiera golpear al agresor (no solo para Simmel el “honor” de las mujeres estaría bajo custodia de los hombres…). Pero si la mujer está sola o con otras mujeres, no tiene derecho a reclamo alguno puesto que en el imaginario social la mujer carece de honor propio (tiene honor o dignidad sexual –incluso placer- solo en tanto esto pueda ser tutelado/administrado/otorgado por los varones de su entorno, el Estado, o ciertos espacios de relativa simetría que supimos conseguir a regañadientes del patriarcado).Esta doble vara machista quedó clara cuando se denostaba en “Duro de domar” a Aixa Rizzo por defenderse de sus acosadores sexuales y viralizar un video sobre el tema, y a la vez se naturalizaba la actitud de Jorge Rial de querer ir a golpear a unos varones que habían “piropeado” a sus hijas. Otros muchos sujetos subalternos (travestis, lesbianas, gays, presas/os, o a veces ciertos sujetos racializados) también son objeto de estas mismas lógicas que vienen de una jerarquización de la “masculinidad hegemónica”.
Esperar que una mujer no solo no se defienda sino que incluso reciba con alegría el acoso sexual es perverso: quien agrede no solo se considera con derecho a hacerlo, sino que exige de la otra persona que “festeje” su agresión, en un doble intento de someterla. La lógica del amo y del esclavo como mandato: no solo debés someterte, sino que tenés que estar de acuerdo con que te sometan, y hasta disfrutar de esa situación. Si fuera solo una cuestión de lo que “a cada cual le gusta” no haría falta reforzarlo tanto ni descalificar tan ferozmente a quienes insisten en que NO están de acuerdo ni lo disfrutan (esto vale también para los varones disidentes respecto de las prácticas machistas de otros varones).
Por otra parte, está la “salvedad” de que “si te dicen una grosería obvio que no te gusta, pero si te dicen algo lindo no tenés por qué ofenderte”, o de que “decirte un ‘piropo’ no es lo mismo que tocarte el culo”. Pero plantear esto es desviar el eje de la discusión.  El problema del acoso sexual callejero no está en la diferenciación por CONTENIDO (“hablar”/”tocar”, “lindo”/”grosero”, límite muy difuso a veces, y en cuya delimitación casi nunca se escucha el “no” de las víctimas). El problema es la SITUACIÓN: la mirada masculina decide que tiene derecho a decirle a las mujeres lo que quiera, condicionando su circulación en el espacio público y nominándolas desde fuera (“heterodesignando”, por contraposición a la “autodesignación”). En rigor, una “grosería” puede ser perfectamente excitante en un intercambio erótico-sexual consentido con otra/s persona/s. Del mismo modo, “tocarle el culo” a alguien puede ser parte de una práctica placentera para quien lo recibe, si se trata de una pareja o compañera/o sexual. Pero ese no es el tema en el acoso sexual.
Es decir que separar lo lindo de lo feo o lo verbal de lo físico no debe hacerse de un modo descontextualizado sino teniendo en cuenta el grado de consentimiento que se esté brindando. Y en el acoso sexual callejero no hay consentimiento, los acosadores no lo buscan ni les importa; más bien al contrario, puesto que buscan el modo de abordar a las mujeres desde un lugar totalmente asimétrico. El acoso sexual busca que la otra persona “baje la mirada” en un gesto de sumisión, a diferencia de la seducción, en la cual una/o busca “encontrarse” con la mirada del otro/a, vislumbrando un horizonte de consentimiento. No es raro que una persona pretenda seducir a otra cuando no hay un interés mutuo, lo cual puede generar incomodidad en quien es requerido/a, pero el objetivo es claramente diferente al de quien acosa. En la seducción queremos ser deseables: lo peor que nos puede pasar es no serlo. En cambio en el acoso justamente lo que se quiere es generar miedo, bronca, asco, y, a través de esos sentimientos, el fin último es ejercer poder.
Al patriarcado le es sumamente funcional seguir haciendo de cuenta que no entiende la diferencia entre “sexo consentido” y “violación”, o entre ‘sí’ y ‘no’. También le conviene dar a entender que desear es lo mismo que COMUNICAR que se desea. Se escuchan lacrimosas quejas de los machistas como “¡ya no podremos mirar mujeres por la calle!” o “¡ahora no se les puede decir nada!”, cuando en verdad mirar no obliga a nadie a comunicar que mira y los acosadores bien saben de disimulo y de silencio cuando la mujer es su jefa o una policía o va acompañada de un varón (el único sujeto al que respeta un varón machista). La lógica del acoso sexual callejero está dentro de esta deliberada “fusión” de opuestos que desconoce la voz de las propias afectadas.
Así, frente al acoso sexual callejero, a la heterodesignación patriarcal y heteronormativa, repetimos que cuando las mujeres dicen ‘no’ es NO, y que la rebeldía feminista es alegre y placentera, que se vale por sí misma y no necesita de autorización o tutelaje masculino alguno para celebrarse y nombrarse como le venga en gana.