Música, horror y memoria

(Por Luis Ponte) El documental sobre la vida de Román Polanski, es un repaso bajo el formato entrevista de los hitos más destacados de la trayectoria del cineasta de origen polaco. El mismo – no en vano su título es “Mi vida, mi cine”- deja entrever sin mucho esfuerzo una vida plagada de sucesos excepcionales tanto en su trayectoria privada como profesional.

Entre tantos recuerdos del director de “El pianista”, hay uno por demás conmovedor. Años después de terminada la II Guerra Mundial (durante la cual él y su familia, padecieron la ocupación nazi en el gueto de Varsovia) encuentra un día a su padre llorando desconsolado.  Superada la congoja, le cuenta cuando los alemanes se llevaron a todos los hijos de las familias judías del gueto (Román muy niño, había escapado ya del mismo) delante de la vista de sus padres, mientras sonaba en los altoparlantes la música de una tierna canción popular: “Oh mi papá” (https://www.youtube.com/watch?v=pdytNGt3fD8) .

En su libro “El odio a la música”, el escritor, investigador y musicólogo francés, Pascal Quignard, (guionista del film Todas las mañanas del mundo) dedica un capítulo a la música en los campos de concentración:

“La música es la única de todas las artes que ha colaborado en el exterminio de los judíos organizado por los alemanes desde 1933 a 1945. La única que fue requerida como tal por la administración de los Konzentrationlager (campos de concentración).”

Más adelante se pregunta: “¿Por qué la música pudo ser “mezclada con la ejecución de millones de seres humanos”? ¿Por qué tuvo ella un “papel más que activo”?

Y va en su respuesta el sentido de la música cuando se asocia al horror: “La música viola el cuerpo humano. La oreja no se puede cerrar cuando se encuentra con la música. Al ser un poder, la música se asocia a todo poder. Oír y obedecer van unidos. Un director, ejecutantes, personas obedientes, tal es la estructura que su ejecución pone en escena. Allí donde hay un director y ejecutantes hay música.”

Quignard suma también a Primo Levi, el escritor italiano sobreviviente del Holocausto, quien señala en su libro “Si esto es un hombre”, que “el placer estético experimentado por los alemanes ante estas coreografías matutinas y vespertinas de la desgracia, no era para atenuar el dolor, ni para conciliarse con sus víctimas.”

“La causa de que los soldados alemanes organizaran la música en los campos de la muerte – continúa Levi-  era para aumentar la obediencia por placer, placer estético y gozo sádico, experimentado en la audición de melodías animadas y en la visión de un ballet de humillación danzado por la tropa de aquellos que cargaban con los pecados de quienes los humillaban. Fue una música ritual. Será lo último que olvidaremos del Lager (campo) pues son la voz del Lager. Es el instante en que el canturreo que vuelve adquiere la forma del malestar.”

Malestar, como el que perseguía al padre de Polanski, con aquella historia que le volvía una y otra vez a su cabeza, en la imagen de los niños subiendo a los camiones con destino a la muerte mientras sonaba de fondo una tierna canción.

Pero hay algo más en términos de música, o sonidos y horror planificado. Y está en nuestra historia reciente. Como una contracara no menos nefasta de la música ligada al genocidio, la tortura y la muerte. Su ausencia: el silencio.

Esteban Buch, quien en su libro “Música, dictadura y resistencia”, narra la historia de la visita de la Orquesta de Paris, en 1980, bajo la dictadura cívico-militar, y las consecuencias políticas que trajo la misma.

Los miembros de la orquesta francesa, previo a su partida a nuestro país, habían sido advertidos por una organización de artistas y músicos víctimas de la represión en el mundo, con una frase terrible e incómoda: “no sentarse en las sallas vacías de los músicos desaparecidos; no tocar música para cubrir el silencio de la muerte”.

“Al cubrir el silencio de la muerte, la música se hace tácitamente su cómplice, dice Buch. No se trata de una proposición general sobre el encubrimiento de un crimen, sino de una observación específica sobre la dictadura argentina. No se trata de una muerte cualquiera. La ausencia del sonido, la ausencia de la palabra, o el ruido, o el grito de las víctimas, delata lo singular de la masacre cometida por el Proceso de Reorganización Nacional.”

“Un régimen responsable de un plan sistemático de desaparición de personas, esa acción cuya esencia misma es el silencio”, cierra Buch.

El fiscal Strassera, en el Juicio a las Juntas, en 1985 sostendrá “una práctica que evoca el plan alemán de exterminio de judíos Nacht und Nebel (Noche y Niebla). Como en la obra de Wagner “El oro del Rin”, donde se canta “Noche y niebla…. Ya no hay nadie”.

Graciela Geuna, sobreviviente del campo La Perla, dirá en los juicios “todo era noche y silencio…”.

La música, para guiar el camino a la muerte. La música, para ocultar el horror planificado. Y su contracara de ausencia: el silencio. Y la memoria, siempre la memoria. Para ponernos en tiempo presente, con “el canturreo que vuelve y adquiere la forma del malestar” en sus sobrevivientes aquellos sonidos, aquellos silencios, aquellas voces. Que no pueden olvidarlas.

Que no nos permiten olvidarlos. Ni hacerles sentir que todo vuelve a hacer noche y silencio. Como los brazos de Polanski envolviendo a su padre, los nuestros en la forma de la Justicia.