(Por Helen Turpaud Barnes) El Día Internacional de las Mujeres Trabajadoras y el Día por la Memoria, la Verdad y la Justicia tienen varios ejes en común. Afortunadamente, el 24 de marzo no ha sufrido una banalización tan extrema como el 8 de marzo, pero bien vale trazar algunas continuidades.

La reivindicación de los derechos de las mujeres se suele perder en una marea de ideas edulcoradas. Particularmente las mujeres somos objeto de un modo específico de representación de la opresión como adorno y elogio. La subestimación de las mujeres no es nada desconocido: el rol supuestamente prioritario de estas en la crianza de hijos e hijas (por lo cual no tendrían por qué estar en otros lados), la aparentemente indiscutible “diferencia de fuerza física” entre hombres y mujeres (criterio que no se aplica entre varones más fuertes y varones menos fuertes), la gran sensibilidad atribuida a nosotras (lo cual implica desmerecer nuestra racionalidad), etc. El problema no es solo lo discutible de estas nociones, sino su estetización. Con esto me refiero al hecho de considerar que la opresión y los estereotipos de género serían algo “lindo”. Tratar a las mujeres de manera condescendiente y paternalista sería un modo de “protegerlas”, es “galante”, “las hace sentir bien”, la caballerosidad es “elegante”, etc.

Hace décadas, el filósofo Walter Benjamin decía en su artículo “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica” que “estetizar la pobreza es un modo de fascismo”. A nuestro modo explicaríamos esta frase diciendo que ver la pobreza como algo “pintoresco”, atribuir a la gente pobre condiciones esencialistas ennoblecedoras como “humildad”, “gran capacidad de vivir con poco” y “desapego” es un modo de ocultar el hecho de que la pobreza es producto de modos puntuales (y nada nobles) de explotación. Así, ampliando la idea de Benjamin, podríamos decir que la condescendencia en el trato hacia las mujeres tiene una veta de fascismo (aunque no se sea consciente de ello), desde la caballerosidad tan “apreciada” que las pone en un lugar de seres esencialmente vulnerables e inútiles (código de conducta que tiene por otra parte un origen también clasista y racista), hasta el tutelaje de los derechos de las mujeres no dejándolas decidir por sí mismas sino decidiendo por ellas. La corporación médico-psiquiátrica, la Iglesia o el Estado “sabrían” lo que es “bueno” para nosotras. Así, seguimos teniendo que reclamar el derecho al aborto legal, seguro y gratuito o la atención de calidad en materia de salud reproductiva. El que decidan por nosotras es lamentablemente aún considerado un modo de “defendernos” y “cuidarnos”. Las mujeres siguen siendo “débiles”, y por lo tanto hay que llevarles el bolso aunque ellas no quieran, hay que decidir por ellas si tienen hijos/as o no, hay que considerarlas sujetos secundarios en las luchas sindicales, hay que considerarlas muy “sensibles” (o bien muy “mandonas”) para la arena de los debates políticos, etc. Así, en estos últimos días, incluso las mentes más progresistas toman partido en la discusión entre Alejandro Fantino, Guillermo Moreno y Eduardo Feinmann que consistió en prepoteos entre “machos” diciendo cuánto ellos iban a permitir o no que se maltratara a las mujeres, como si fuera una cuestión de honor masculino y no un tema de derechos humanos y laborales básicos.

Estar en esta situación a 2016 nos recuerda que la historia no es lineal y que el discurso de que los derechos de las mujeres estarían avanzando irremediablemente hacia más y más amplitud es cuanto menos un resabio de la idea positivista de que el progreso de la humanidad es homogéneo e imparable (recordemos que esta idea es de mediados del siglo… XIX).

La conquista de derechos se da en zigzag, con avances y retrocesos, con luchas y oposiciones, no es un camino pavimentado en la pampa, sino un sinuoso sendero de montaña, donde muchas veces se pierde altura, se dan rodeos, se llega a falsas cumbres. Son precisamente las conquistas de derechos las que llevan a los sectores más reaccionarios a repensar y rearmar sus estrategias para volver atrás esas conquistas. Ningún opresor se queda tranquilo cuando le han sacado su poder. Así, en una época de progresiva organización de las mujeres en vistas de sus nuevas luchas, la reacción del patriarcado no se hace esperar con cada vez más femicidios, mayor “feminización” de la pobreza, mayor explotación sexual de las mujeres en redes de trata, etc.

Entonces, este discurso anticuado y positivista de que “hombres y mujeres avanzan hacia la igualdad día a día” no es solo erróneo sino que también es usado nada ingenuamente por muchos sectores para deslegitimar las luchas feministas porque dicen que “mujeres y hombres ya tienen los mismos derechos”, “¿qué más quieren?”, “ya se pasan al otro lado”, etc. En consonancia con el espíritu de tutelaje característico del machismo, nos dicen desde fuera cuál debe ser nuestra meta, y si seguimos caminando, nos quieren hacer creer que nos pasamos de largo.

Así, ambas ideas –la de la supuesta necesidad de tutelar los cuerpos y discursos de las mujeres, y la ilusión del progreso lineal de sus conquistas- convierten a las mujeres en sujetos políticos de posición compleja. Por un lado, hay que seguir decidiendo por nosotras, y así no se nos reconoce plena legitimad a nuestra voz.  Y por el otro lado, supuestamente “ya está”, “ya no hace falta más nada”, y entonces se nos niega sentido a nuestras luchas.

El 8 de marzo tenemos que seguir repitiendo que no celebramos sino que falta mucho.  Y de cara al 24 de marzo también tenemos luchas específicas que encarar: la necesidad de seguir visibilizando las agresiones sexuales en los centros clandestinos de detención como delitos de lesa humanidad, la importancia de las luchas de las mujeres durante y después de la dictadura, la emergencia de las voces de sexualidades disidentes, etc. Y también necesitamos luchar contra la virilización de la política que se restituyó en ese entonces (recordemos que una de las cosas que el poder dictatorial no podía soportar era que muchas mujeres participaran de la conducción partidaria o de la lucha armada, y de hecho esas historias siguen siendo invisibilizadas hoy incluso en ciertos sectores “progresistas”). Ahora mismo en 2016 esta virilización parece recrudecer con el macrismo: la mayor confianza en “hombres fuertes” o la presentación de figuras femeninas como “ornamentales”, “complementarias de los hombres”, incluso en los casos de mujeres de carrera política. La multiplicación ad infinitum de la cantidad de efectivos de las filas represivas también es una cuestión de género: subyace la idea de que la violencia social, el muy conveniente fantasma del narcotráfico y la imprecisa “inseguridad” se solucionan por la fuerza, aquella que en el imaginario social machista predominante es una prerrogativa solo masculina. Cambiar el sentido de la fuerza como privilegio del opresor a la fuerza como derecho y organización es crucial.

Ahí también está nuestra lucha: que la fuerza esté con nosotras.