“Hay que acercar la palabra fascismo para recuperar la idea de urgencia y de gravedad moral que la situación tiene”
El filósofo Diego Sztulwark planteó que existe una operación “que entristece, confunde, perturba, no deja a las personas tener claridad sobre el significado de la acción colectiva, de la capacidad que tiene un pueblo de plantear problemas y resolverlos” en nombre “de una forma muy salvaje de la individualidad y de la competencia, muy brutal de la existencia y de la vida, con formas de odios canalizados a todos los grupos que representan de una u otra manera intentos de defender igualdades”.
Sztulwark estudió Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Es docente y coordina grupos de estudio sobre filosofía y política. Se desempeñó como invitado en la Maestría de Educación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y en la carrera de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
Fue miembro del Colectivo Situaciones de 2000 a 2009 e integra Tinta Limón Ediciones. Coeditó la obra de León Rozitchner para la Biblioteca Nacional y es coautor de varios libros, uno de ellos comenzaba a distribuirse al momento de la conversación con FM De la Calle: “El temblor de las ideas”.
Propone “buscar una salida donde no la hay”, tomando a Franz Kafka como estratega para crear potencia de la impotencia.
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Planteas la figura de Fernando Sabag Montiel y el intento de magnicidio de Cristina Fernández como una primera intervención del mundo digital en el mundo analógico. ¿Podés desarrollar esa reflexión?
Lo que me parece que nos pasó a muchas personas que estuvimos el 2 de septiembre del 2022 en Plaza de Mayo reaccionando al intento de asesinato de Fernando Sabag Montiel a la entonces vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, es que quizás percibimos que no alcanzaba con esas marchas, que son los recursos que hemos constituido desde el ’83 en adelante para hacer presente una fuerza que de una u otra manera se percibe como defendiendo la democracia.
Cuando fueron los levantamientos carapintadas en los 80, de ahí a la marcha enorme del 2×1 cuando la Corte Suprema de Justicia, durante el gobierno de Macri, quiso reducir penas y dejar que genocidas salieran libres, las marchas de la Plaza de Mayo, marchas de la CGT, hemos tenido la noche en que falleció Néstor Kirchner, hemos construido un hábito de ir a la Plaza de Mayo cada vez que sentimos que algo del orden democrático está en peligro. Creo que cada 24 de marzo ese ritual también se cumple.
Entonces, cuando fue el intento de asesinato de Cristina Kirchner, sin entender bien de dónde venía estrictamente el intento de asesinato —recuerdan que los primeros datos de aquel día eran que era una persona contratada, quizás un brasileño, no se entendía quién habría pagado, dónde terminaba esa acción— todo era muy confuso y para ganar tiempo yo creo que se hizo este reflejo democrático que era la Plaza de Mayo.
Yo creo que muchos sentimos que esa plaza no tuvo el efecto que hubiéramos esperado, no tuvo ningún efecto de verdad respecto a investigaciones, respecto al Poder Judicial, ni siquiera se consiguió que todos los políticos del momento fueran claros rechazando el acto. Patricia Bullrich, por ejemplo, al día de hoy creo que nunca repudió la acción. Y al contrario, muchos medios digitales empezaron a decir en aquellos días que todo había sido una mentira, que estaba todo preparado. En fin, la investigación fue absolutamente desprolija.
En general me parece que lo que pudimos sentir muchos es que algo en esa forma de reponer una voluntad colectiva democrática no estaba ya funcionando. Y una de las hipótesis de ese no funcionamiento —no creo para nada que sea la única— es que la sociedad de post pandemia, que ya venimos muchos leyendo tantas descripciones y estudios sobre cómo la comunicación virtual introduce prácticamente todo el régimen de verdad, fake news y posverdad. Hoy lo vemos: vemos un poco como ese mundo triunfó políticamente.
Es decir, entre la acción fallida militar de Sabag Montiel y el triunfo de Milei, tengo la impresión de que hay una continuidad directa. Casi como si hubiera sido una especie de momento fallido, una táctica de lucha armada proveniente quizás de una historia que no es ajena a la de la izquierda —la de matar a la persona que se considera tirano— “Los Copitos”, el grupo joven convencido de que rompe para armar una escena política nueva. En este caso, grupo de ultraderecha totalmente emergidos del mundo de las redes sociales y que están comunicados con un hilo, que yo intento reconstruir, con un hilo que comunica directamente al grupo que gobierna hoy la Argentina.
Ese grupo llevó todas las ideas de una nueva idea de la verdad y una denigración de lo que hasta entonces eran las prácticas de verdad que podíamos defender, a su máxima concreción. De hecho, me llama mucho la atención cómo el grupo en el gobierno no reivindica más abiertamente a Sabag Montiel.
¿Y por qué creés que no lo hace?
Primero porque es una persona que falló en su objetivo. Pero creo que, por otro lado, porque tienen la idea —que creo que está muy estudiada— de que ellos son víctimas de violencia, no son ejecutores de violencia.
Entonces tienen una lectura muy elaborada desde los ‘70 para acá —cuando digo muy elaborada quiero decir que está pensada, no que sea muy brillante— en la que lo que ellos dicen es que son siempre los otros los agresivos, son siempre los otros los autoritarios o los totalitarios. Y que ellos se presentan como perfectos defensores ante una libertad individual que supuestamente no irrita y no despoja a nadie de nada.
Pero si tuviesen que hacerse cargo de lo que fue el conjunto de performances ultraviolentas que hubo desde la pandemia para acá: Revolución Federal, el grupo de los Copitos, esas declaraciones de esos días, claramente el nivel de violencia: las antorchas, las guillotinas, las bolsas mortuorias. De ese mundo surge esta nueva generación militante de La Libertad Avanza, de un sector del PRO, de sectores religiosos recalcitrantes y de gente que vivía en el partido militar.
Yo creía que la cultura política argentina había aceptado hegemónicamente el “Nunca Más” como fundamento de la democracia. Un fundamento que está claro que me parece recontra discutible, siempre me pareció que el “Nunca Más” era discutible. Pero al mismo tiempo era un piso que todos de alguna manera aceptábamos.
Y quizás no habíamos advertido que había un grupo que se supo regenerar y que supo aparecer en un cierto momento de agotamiento del régimen político-democrático con unas verdades y con unos emblemas y con unas formas de acciones completamente inesperadas. O por lo menos inesperado fue el hecho de que pudieran operar también en este mundo de las redes sociales, de la ultra mediatización, del ultra aislamiento.
Mencionás también que en la elección de 2023 se hablaba de que estaba en juego la democracia, pero no hubo una discusión clara sobre qué tipo de democracia o qué aspectos de la democracia estaban en juego.
Ahí se plantea un tema bien importante, porque a 40 años de la democracia creo que se produjo una especie de momento de reflexión o de balance, todo lo injusto que se quiera, porque en la cabeza de millones de personas que están trabajando no se plantean las cosas en términos de “voy a hacer un balance de la democracia”.
Pero de 40 años de gobiernos llamados democráticos, con una fuerte presencia en los últimos 20 años de gobiernos que además de llamarse democráticos se llaman populares, uno se encuentra con un rango de precarización, de desigualdad, de concentración del ingreso, de pérdida de derechos importantes. El balance se hace solo y se vuelve como una especie de desinterés respecto a prácticas políticas que se supone que son fundamentales para la democracia y de dilución de la confianza en la fuerza colectiva.
Entonces me parece que esa es una especie de atmósfera que el 2023 puso en juego muy fuerte en la Argentina, en un contexto internacional que es bastante sincrónico. Así que nos devuelve imágenes de situaciones que serían no solo nacionales, sino también globales.
El 23 es un año muy complejo que creo que todavía no hemos pensado lo suficiente. El hecho de que Massa, entonces Ministro de Economía y uno de los políticos más conocidos del país -hay una extraordinaria biografía que se llama “El arribista del poder”, que hizo el periodista Diego Genoud-, sabemos quién es Massa, qué intereses, qué modos representa. Que él sea el candidato del peronismo, de un peronismo que además tiene una presencia muy fuerte de kirchnerismo, creo que lo que hizo fue sincerar algo. Lo voy a decir de esta manera: el candidato tiene la calidad de la interpretación democrática que el peronismo tenía en ese momento para el país.
Cuando fue el debate, muy visto, antes de la segunda vuelta, entre Massa y Milei, creo que fue un momento muy clave, también muy comentado ya. Yo en el libro trato de hacer una descripción de eso, porque Milei claramente fue vapuleado por el profesionalismo de Massa.
Massa es un político profesional de primer nivel, maneja todas las técnicas de la política, también las del debate. Y se mostró como alguien que realmente conocía el aparato del Estado, como alguien que era capaz de sintetizar y de reunir en él a Alfonsín, Menem y Kirchner, los grandes presidentes de la democracia, de presentar a Milei como alguien que venía completamente de afuera, un ignorante, alguien sin aptitud y sin preparación para ser presidente de la Argentina.
Y la situación general en la que el debate se dio permitió que para millones de personas lo que se vea es algo con un contenido completamente invertido. Es decir, Massa no como el político profesional que tiene un gran manejo técnico y del derecho y del conocimiento en general de la democracia, sino como el típico miembro de la casta que sabe aprovecharse de los recursos públicos, que sabe engañar, un gran comediante.
Y Milei, en vez de ser visto como el personaje que es —un personaje muy deficitario emocionalmente, en sus saberes, también en su relación con lo que podríamos llamar la democracia de estos 40 años— apareció revestido del hombre común, del hombre vapuleado cual político, que viene a decirle basta a 40 años de mentiras y estafas. Me parece que es una escena a pensar muy bien, porque Milei vino a representar una voluntad de impugnación muy fuerte.
Y del lado de los que terminamos votando a Massa, hoy cuando vuelvo sobre esa escena, me doy cuenta que por ejemplo alguien como yo -que voté a Massa en ese momento contra Milei- veía claramente todo lo que estaba ocurriendo. No es que son cosas que puedo ver ahora en perspectiva. Tenía muy claro lo que significaba todo esto, y sin embargo, hubo algo así como una trampa, una situación de entrampamiento. No digo que los políticos entramparan a la sociedad, eso me parece demasiado inocente y demasiado autocomplaciente.
Digo que en la Argentina, y no solo en la Argentina —quizás es algo del capitalismo contemporáneo— vivimos en una situación de entrampamiento. Una cosa es lo que pensamos, lo que decimos, lo que queremos, y otra cosa es la capacidad de ser nosotros mismos quienes pongamos las condiciones, los términos de las situaciones políticas. Eso no ocurre.
Terminamos nosotros, por ejemplo, votando a una persona que está haciendo una interpretación del orden político y de la democracia con la que disentimos completamente. Eso es muy perturbador. Porque si uno cree que para votar contra Milei hay que votar a Massa, que Milei significa un cuestionamiento muy profundo de posibilidades de la democracia, pareciera ser que uno tiene un compromiso con esta democracia completamente desmedido, y no que uno es un crítico de la democracia muy radical. Y que lo hemos sido todos estos años, y lo hemos dicho y escrito todos estos años, y que todas las marchas en las que hemos participado —con las Madres de Plaza de Mayo, con sindicatos, con grupos feministas, con grupos piqueteros— siempre estuvimos pidiendo a la democracia que no fuera esto que es. Y sin embargo, terminamos abrazados a un grupo político que era un defensor de la democracia en todo aquello que nosotros queríamos transformar.
Creo que es algo que no podemos dejar de reflexionar.
Y esto, al interior del campo popular, sirve para la lectura tal vez de muchos sindicatos, organismos de derechos humanos, distintos componentes que quedan también bloqueados de alguna manera por esa desconexión entre el discurso y los hechos concretos.
Me parece que esa desconexión da para pensarla bien, porque la Argentina —esta es mi interpretación personal— tuvo en el 2001 la posibilidad de un replanteo democrático.
Ya en una Argentina sin un partido militar capaz de intervenir con los golpes de Estado cuando hay una crisis política, el 2001 debió resolverse a fuerza de asambleas. De toda clase de asambleas: piqueteras, en fábricas recuperadas, de cartoneros, de los escraches de los H.I.J.O.S., de ahorristas, en los barrios de la ciudad. Y eso fue llevando a una asamblea legislativa también, y esa crisis se resolvió a fuerza de mucho ejercicio democrático.
El “que se vayan todos” y un conjunto de consignas de ese momento eran un aviso y un intento de reconstituir un poco las premisas democráticas de 1983, que —como explicaba muy bien el filósofo León Rozitchner— era una democracia a la que habíamos llegado por medio de una derrota más que por medio de un deseo. Entonces, la posibilidad de reconstruir el mundo popular en torno al orden político en el 2001 yo creo que se dio, que aparecieron actores sociales de base, de mucho peso y de mucha importancia. Entonces habrá que seguir pensando sobre estos temas porque del 2003 que asume Néstor Kirchner al 2023, que es el año que estamos analizando, el año en que es votado Milei, evidentemente se terminó de perder una segunda oportunidad de reconstituir la democracia.
La emergencia de alguien como Milei no es —como muchas veces sería complaciente, lindo o interesante pensarlo— la causa de los problemas actuales. No es él aunque cada día que pasa empieza a serlo, pero él es un poco un emergente, un poco un síntoma, un poco un precursor respecto de que lo anterior se había agotado. Y en ese agotamiento creo que tenemos que pensar muy bien por qué esa voluntad activa, democrática, territorializada, que surgió en 2001, fue de a poco volviéndose estéril a la hora de construir una democracia fuerte.
Si ves un poco de cerca los desafíos que el mileismo plantea, uno de ellos es que una parte de la clase trabajadora, que quizás está más precarizada, que quizás no está en blanco, que quizás pertenece a esa parte que no está ya bajo convenio, que tiene otra experiencia de la ciudad, del trabajo, del dinero, del Estado, de la legalidad, vota a Milei, nosotros en el 2001 tuvimos la oportunidad de pensar bien a fondo la emergencia de esa clase trabajadora desocupada, ultra precarizada. Y ahí hay una cuenta pendiente, porque esos movimientos que sirvieron para sobrevivir, para reaccionar, para luchar, para discutir el orden neoliberal, para plantear una democracia de otra calidad, quizás en algún momento quedaron completamente bloqueados en su capacidad de producir más poder colectivo en la base de la sociedad. Entonces quizás sí, cuando eso ocurre, hay una disociación entre realidad material de las personas y el lenguaje. El lenguaje dice una cosa, la realidad material dice otra.
Por ejemplo, decimos “justicia social” con el gobierno de Alberto Fernández, con un nivel muy alto de desocupación, con salarios de trabajadores en blanco que por primera vez no les alcanzan para superar la situación de pobreza. Entonces, ¿cómo se llama esa situación? Donde un gobierno dice “yo soy popular”, “esto es justicia social”, “lo que yo estoy practicando es inclusión”, mientras la realidad material de las personas está completamente bloqueada.
Respecto del mileismo, su crueldad y la humillación que promueve, lo calificaste como “una expresión electoral de los humillados buscando humillar a sus humilladores”. ¿Podés desarrollar más esa idea?
Sí, me parece que al año 23 se lo puede pensar un poco así. Hay una escena que a mí me impacta mucho, muchos oyentes quizás lo recuerden haciendo memoria: allá por fines del 22, creo que fue, unos vecinos de Parque Lezama entran a un café muy tradicional que queda en la esquina, creo que es Francia y Brasil, y están tomando un café Rodríguez Larreta, entonces jefe de Gobierno de la Ciudad y por entonces considerado candidato a presidente con muchísimas chances, con personas del grupo Clarín, con periodistas conocidos. Los vecinos entran, hacía mucho que estaban sin luz en pleno verano, entonces lo interpelan a Larreta, le dicen “bueno, el gobierno de la Ciudad debería hacer algo, estamos sin luz”, se produce una discusión entre vecinos y el político. Y cuando se están yendo los vecinos, uno de ellos, con la idea de humillarlo a los gritos, sabiendo que estaba siendo filmado, le grita: “¡Viva Milei, carajo!”.
Milei por entonces era un diputado de la Ciudad de Buenos Aires, alguien conocido por los medios, un loquito, parecía como un loquito que gritaba y decía cosas de economía política muy extrema. Pero ese grito me pareció que lo arrastraba de los medios de comunicación a la calle.
Creo que después de “¡Viva Perón, carajo!”, no se había producido un grito de un nombre de un político para humillar a esos políticos que te estaban humillando. Entonces, tengo la impresión, más por la propia experiencia que yo tengo de conversaciones con distintos sectores de la sociedad —no me refiero a grupos organizadísimos— que en 2023 hubo mucho odio, hubo mucho hartazgo, y me parece que Milei apareció por fuera del orden político, no era parte de ninguna de las dos coaliciones que concentraban los votos de los argentinos de una manera casi monopólica, apareció como una figura exterior capaz de articular ese disconformismo o esa sanción.
Y en ese sentido, así uso la idea: humillados por sus representantes que encuentran cómo humillar a quienes los humillan.
Eso se vincula también con lo que pasa en otros países, con las ultraderechas. Para analizarlas, más allá de las diferencias, reivindicás el concepto de fascismo.
La palabra “fascismo” viene dando vueltas desde el 23 para acá, de una manera medio obsesiva. Ya conocemos que hay muchos debates entre historiadores, politólogos, cientistas sociales, sobre si es una palabra adecuada o no para caracterizar lo que está ocurriendo.
El primero de febrero de este año hubo una enorme movilización —yo estuve ahí en la Ciudad de Buenos Aires— fue realmente muy grande, que se llamó por el orgullo antifascista y antirracista. Con lo cual, la palabra desbordó el debate universitario, y es una palabra que empezó ya a circular. Sobre todo, la idea de un antifascismo empezó a circular muy fuerte, con lo cual la palabra ya está circulando.
Lo que a mí me parece que se puede pensar es lo siguiente: es evidente que lo que está ocurriendo con el grupo de Milei no tiene ningún parecido formal con lo que ocurrió en 1922 en la marcha sobre Roma, ni lo que pasó en la década del 30 en la Alemania nazi. Es decir, la idea de que se pueda decir que aquel modelo se aplica a esta realidad para que esta realidad sea comprendida, me parece que eso definitivamente no funciona, y si uno quiere hacer un paralelo demasiado estrecho puede surgir una caricatura bastante poco descriptiva y bastante poco útil.
Pero lo que me parece también es que quizás el fascismo del siglo XX fue solo un tipo de fascismo, y que por fascismo nosotros podríamos tratar de pensar una situación que toma formas muy diferentes en momentos muy distintos de la historia, y que lo que tienen en común es el hecho de que una cierta élite política puede, activando un cierto momento plebeyo, poner sobre la mesa una inversión de juicio moral universal que tiende a identificarse con la víctima, que tienda a conmoverse con el sufrimiento, que tienda a resguardar formas de igualdad y democracia, que tienda a tener un compromiso con lo que en nuestra ciudad es belleza, lucidez, inteligencia, ciencia, arte, producción, afectividad compartida. Es como si dijésemos una máquina que se propone destruir todo lo que acabo de nombrar. Es una máquina que entristece, confunde, perturba, no deja a las personas tener claridad sobre el significado de la acción colectiva, de la capacidad que tiene un pueblo de plantear problemas y resolverlos.
Aniquila todo eso, en nombre de una forma muy salvaje de la individualidad y de la competencia, muy brutal de la existencia y de la vida, con formas de odios canalizados a todos los grupos que representan de una u otra manera intentos de defender igualdades. A eso yo creo que hay que acercar la palabra fascismo para recuperar la idea de urgencia que la situación propone y de gravedad moral que la situación tiene.
¿Y ahí cómo entra Kafka para aportar en la búsqueda de una salida cuando parece que no la hay?
Bueno, a mí me parece que Kafka en cierto sentido es un autor que nos permite pensar la trampa. La trampa es esta especie de supuesto laberinto, que en realidad es un callejón sin salida, en donde ni siquiera el lenguaje habitual nos sirve para entendernos y para pensar justamente soluciones. De alguna manera, como dijiste vos en la introducción, en Kafka la potencia no está dada, la lucidez no está dada.
Hay siempre que extraerle lucidez y potencia a una realidad muy caótica y a veces muy oscura. Entonces, por ejemplo, como bien citaste, hay una serie de imposibilidades para él de escribir, pero también es imposible para él no escribir. Esa fórmula de la potencia me parece muy interesante.
Nosotros hoy no sabemos exactamente de dónde surge una gran potencia de movilización, una gran potencia de convicción, una gran potencia del lenguaje que nos permita discernir exactamente lo que nos está pasando y construirlo en una voz pública que sea capaz de reorganizar esta situación de un modo diferente. Pero no podemos dejar de buscarlo, no podemos dejar de tener un compromiso muy fuerte con esta búsqueda. Y esa forma del heroísmo colectivo, el que sabe que la potencia no es el dato de inicio, pero no puede dejar de buscar esa potencia, me parece que es el punto en donde podemos ponernos juntos a pensar.
Cuando el lenguaje está tan desacreditado, en el sentido de que nadie cree en los políticos que hablan, en que los medios destrozan el lenguaje, en el momento en donde nadie cree que la lengua pública sea un medio para reconstruir una voluntad colectiva, en donde hay enorme disociación entre la desesperación de la vida y los lenguajes descriptivos, políticos, periodísticos, de ciencias sociales, cuando eso está tan separado, uno lo ve a Kafka escribiendo su diario y ve cómo usa las palabras sin categorías, sin automatismos, que cada palabra toque un afecto, que cada palabra diga algo real de lo que está ocurriendo. Y ese ejercicio de que el lenguaje no se separe de lo real que está ocurriendo, minuto a minuto, de no traicionarse buscando categorías abstractas, de no generar discursos estafadores de esperanza, de estar lo más ligados a lo que ocurre, al afecto, al cuerpo, claro, eso es una estrategia de un escritor, pero yo veo que en la serie de estrategias de escritor de Kafka, ya hay posibilidades de pensar estrategias colectivas para nosotros. No lo puedo responsabilizar a Kafka, que se murió en Praga en la década del 20. Lo que digo es que un argentino desesperado puede agarrar a Kafka y puede producir con él algo que nos sirva a nosotros quizás.
No quiero dejar afuera, lo hacíamos también hace algunos días con Alejandro Horowicz a partir de la nota donde él proponía la necesidad de dar la discusión respecto a la interpretación de la ley y por supuesto mencionaba en ese contexto de proscripción de Cristina lo que ocurría a nivel internacional, particularmente con el genocidio en Gaza. Te pido una reflexión al respecto para el cierre.
Me parece importante que en todas las conversaciones que tengamos aparezca la expresión “genocidio en Gaza”. Por supuesto, a partir de eso, hay una complejidad enorme de matices, cuestiones, temas históricos, pero esa palabra tiene que estar, que hay un genocidio en Gaza tiene que ser dicho en cada conversación, porque de no hacerlo, de no meternos con ese tema, de no poder hablar de esto, quizás esto que estoy diciendo como pérdida de potencia del lenguaje, la pérdida sea final, no tenemos la capacidad de enfrentar, esto que es la humanidad está viviendo en Gaza, la humanidad entera está viviendo en el genocidio que practica hoy el gobierno o el Estado de Israel en Palestina.
Respecto de la ilegalización de Cristina, me imagino que debo coincidir bastante con los argumentos que les debe haber dado Alejandro Horowicz, que además es un amigo.
Me parece que en la Argentina de hoy tenemos tres componentes que tenemos que preguntarnos cómo articular. Uno es un nivel muy grande del activismo social, que vemos cada miércoles con los jubilados, con la marcha antifascista, hay actualmente una coordinadora sindical que se está moviendo frente a los despidos, incluso en Rosario, el Grupo Ciudad Futura participó de un armado electoral, o sea, hay distintos tipos de activismos que en la Argentina por sí solos no pueden mucho, pero son un poder público que está ahí y que es muy relevante y que me parece que hay que tener en cuenta. Otro elemento es el nivel gigantesco de ausentismo que estamos comprobando prácticamente en todas las elecciones incluidas la de Santa Fe. Ese nivel de ausentismo es una suerte de desagrado pasivo que muchas personas tienen con el orden político. Me parecería un enorme error no ver, no priorizar ese dato en nuestras lecturas, en nuestra sociedad. Hay prácticamente la mitad, un poquito menos de la mitad de la sociedad, que considera que el orden político no tiene nada que ver con su vida. Piense lo que piense sobre las cosas, actúa así.
Y me parece que ahí tenemos un dato que yo llamaría -y esto creo habérselo escuchado a Alejandro- un rechazo pasivo, que mientras sea pasivo no produce efectos activos en la política. Y el tercer dato es la proscripción de Cristina Kirchner que yo la interpreto como una ilegalización de la oposición política que puede molestar o irritar a un orden político que cree mínimamente en la diferencia parlamentaria y que quiere adecuar el conjunto de su propia constitución al RIGI y a dos o tres cosas más. Entonces, frente al cierre del orden político y así interpreto es la prescripción de Cristina, como una ilegalización más generalizada y creo que así también lo entendío la izquierda y lo entendieron varios movimientos sociales.
La pregunta que yo me hago es esta: ¿cómo articulamos esos tres elementos que son activismo -político y social muy amplio, muy lúcido, muy fuerte- con un ausentismo que es un rechazo todavía pasivo, con una ilegalización que amenaza de una manera consistente a muy buena parte de la oposición política?
¿Hay manera de juntar esos tres términos en una estrategia?