Machismo blanqueado con clase: de quiénes son los senderos
(Por Helen Turpaud Barnes) En una nota “de color” del diario Clarín del 22 de diciembre de 2015 titulada “Mujeres con falda desafían los gigantes nevados en Bolivia” se cuenta sobre un fenómeno aparentemente novedoso: mujeres aymaras suben como porteadoras y/o ayudantes de guías a la cumbre del cerro boliviano Huayna Potosí (6088msnm). La nota comienza diciendo:
“No parecen montañistas, salvo por el casco, los lentes polarizados y los zapatos de grampones. Sin embargo, este grupo de mujeres aymaras escalan la montaña vestidas con sus largas faldas tradicionales de varias capas, mantas de flecos y un atado multicolor al hombro como si fueran de compras.”
Más allá del probable uso marketinero de la situación, la confluencia de mujeres, tradición y domesticidad no es algo nuevo, por cierto: las mujeres, sobre todo las identificadas con los pueblos originarios, parecerían cargar sobre sus espaldas no con mochilas de trekking sino más bien -como apuntan las Mujeres Creando de La Paz- con la obligación de ser las “guardianas” de la tradición cultural de sus pueblos, especialmente en un aspecto: el de la vestimenta. Los hombres que se identifican con los pueblos originarios de países como Argentina, Chile, Bolivia, Perú y otros, en muchos casos han adoptado (o se les han impuesto) las ropas occidentales de modo más generalizado que las mujeres de esas comunidades (incluso el uso del sombrero “bombín” que es de origen europeo y que en Bolivia es propio solamente de las mujeres, ha pasado a considerarse tradición de las “cholitas”, y no de las “cambas” o “blancas”). Si la nota en cuestión fuera sobre hombres aymaras que se dedican a guiar, cocinar y/o portear en las montañas de la Cordillera Real, la cuestión de las tradiciones, al menos en la vestimenta, probablemente estaría ausente.
Pero ese no es el único problema al leer los cuerpos originarios. Tanto la nota como todo un imaginario se “sorprende” de que las mujeres aymaras “salgan” a la montaña. Por eso su aspecto pareciera recordar –según la persona que escribió la nota- a mujeres que “van de compras”, como si el lugar de pertenencia de las aymaras fuera el pequeño círculo doméstico que habitualmente entendemos como “salir de compras” en una ciudad (detrás de esta “sorpresa” se entrevé además cierta idea de que las mujeres occidentales estarían más “liberadas” que las originarias). Muchos pueblos originarios de Nuestramérica no necesariamente mantienen la misma división sexual de las esferas pública (considerada “masculina”) y privada (“femenina”) que prevalece en la cultura europea y sus derivaciones coloniales mestizas o “blancas”. Las mujeres aymaras, como muchas otras mujeres originarias, se han dedicado durante siglos a salir a comerciar entre poblados, o en lugares donde el par rural/urbano no tenía (no tiene) el mismo sentido que para la espacialidad occidental. Las tareas “masculinas” y las tareas “femeninas” no siguen la lógica occidental de que lo “físicamente pesado” sería para varones, mientras que lo menos “pesado” sería tarea femenina. En la puna boliviana no es tan extraño ver mujeres trabajando de albañiles, en la construcción de carreteras, al cuidado de la agricultura y el ganado, descargando bolsas de cemento, ropa o alimentos de camiones o al cruzar de un país a otro. De hecho, se puede llegar a escuchar turistas de la Argentina “quejarse” de que en Bolivia los hombres “les dejan los trabajos pesados a las mujeres” (idéntico reproche aparece en el Martín Fierro respecto de los “indios” en la “frontera”). (Si hiciéramos un estudio diacrónico de las propias sociedades occidentales en tiempos de nuestros abuelos y abuelas también veríamos claramente que lo entendido como “tarea de hombres” y “tarea de mujeres” –así como los criterios usados para sostener dicha división- ha sufrido grandes variaciones.)
Esto tampoco quiere decir que no haya problemas de violencia machista en países o regiones de fuerte presencia originaria. Solo significa que el cristal con que miremos esta situación no debe ser el mismo que usemos para nuestro propio entorno, si somos de clase media urbana “blanca”.
La traslación de las categorías urbanas propias de sectores medios “blancos” para aplicarlas al análisis de las tareas de mujeres originarias (ya sea en zonas urbanas pobres o en zonas rurales) es un recurso permeado de clasismo en tanto desconoce que lo que hacen las mujeres de clase media urbana no es lo mismo que lo que hacen las mujeres campesinas. Y también es una mirada racista que olvida que la división sexual del trabajo entre dos esferas diferenciadas (lo público y “pesado” como propio de lo masculino por un lado, y lo privado y “delicado” como lo femenino por el otro) responde principalmente a un marco específico: la mirada de clase media “blanca” eurocentrada. Esto no quiere decir que no haya divisiones sexuales de las tareas en muchas sociedades no occidentales, pero ciertamente estas divisiones no tienen en cuenta los mismos aspectos. Lo mismo se aplica para las diferentes clases sociales.
La línea que conecta racismo, clasismo y machismo es más intrincada de lo que habitualmente vemos. Muchas actitudes que para mujeres de sectores medios o altos implican de por sí un cuestionamiento de los estereotipos de género, pueden ser para mujeres de sectores bajos algo de significación totalmente diferente. “Cuestionar la feminidad” para una mujer de clase media-alta (hacer tareas “pesadas”, no maquillarse ni hacerse cirugías estéticas, no verse constreñida por cuestiones de sobrepeso, tener una gestualidad “masculina”, etc.) en el caso de mujeres pobres muchas veces no es producto de una rebelión contra los estereotipos de género sino de un modo específico de expropiación material y simbólica operada sobre su clase. Las mujeres de sectores populares que deben realizar tareas físicas pesadas en trabajos altamente precarizados, las que no tienen suficiente dinero para pagar productos cosméticos o cirugías, las que tienen escaso o nulo acceso a la salud nutricional y a alimentos de calidad y las que portan una corporalidad entendida como “masculina” para la mirada clasemediera, son parte de un modo de vida caracterizado por la inaccesibilidad a aquellos bienes simbólicos y materiales que hacen a la “femineidad” de las mujeres de clase media. Así, una mujer “blanca” con educación universitaria que sea leída como medianamente “poco femenina” en sectores medios, difícilmente sea vista igual para mujeres de sectores populares, y más bien será muy previsiblemente identificada como un cuerpo portador de ciertos privilegios de clase, y no como un cuerpo que escapa a la feminidad hegemónica.
Esto de algún modo nos ayuda a comprender que, para las mujeres, cuestionar los estereotipos de género no es necesariamente oponerse a los códigos y marcas de la “feminidad” como si fuera algo abstracto, sino ver qué puede haber en ella de opresivo y qué puede haber de autonomía. Por lo demás, cada sector social puede tener conceptos diferentes de “feminidad”. Sin considerar el contexto social y cultural, es imposible hacer este análisis.
En una reunión docente en Bahía Blanca, un profesor de Educación Física explicaba las razones que creía tener para oponerse a que chicos y chicas hicieran actividades físicas en conjunto. Expresó lo siguiente: “no podés poner a chicos y chicas a jugar al fútbol juntos porque estas siempre van a perder y encima son delicadas y no se la bancan”. “Sin embargo” –agregó- “las chicas de los barrios juegan como indios, algunas mejor que muchos varones porque son re machonas”. El estereotipo de género se mantiene intacto para los sectores medios en base a una supuesta diferencia “natural” que escamotea su condición de clase, mientras que lo que el docente entendía como “excepcionalidad” era explicada en términos racistas y clasistas que evitaban entender el fenómeno en términos de diferencia sexual. Cuando hablaba de la clase media, hablaba de mujeres y varones; cuando hablaba de sectores pobres, hablaba racializando y otrificando.
En este razonamiento se muestra cómo se usan criterios contradictorios en la lectura de los cuerpos sexuados según la extracción social de los sujetos involucrados. Esto le impidió a ese profesor usar el ejemplo de las “chicas de los barrios” para cuestionar el estereotipo imperante en los sectores medios, y también le impidió repensar su decisión de negarse a brindarle a las chicas de clase media la oportunidad de desarrollarse físicamente de modos más amplios y empoderantes (lo cual, dicho sea de paso, es una de nuestras obligaciones como docentes). Está claro que las mujeres de sectores pobres tienen menos oportunidades educativas que las otras, pero el privilegio de clase que ostentan estas otras es al precio de ser consideradas más “inútiles” para ciertas actividades, a su vez que esta “inutilidad” las “protege” de ser consideradas “indias” o “machonas”. La condición de “femenina” actúa aquí como una etiqueta desigualmente asignada según la clase social a la que se pertenezca, como un “premio” que algunas no se merecen. En resumen: la “feminidad” como privilegio de clase.
Si cruzamos estas concepciones sobre los cuerpos de adolescentes urbanos/as con el modo estereotipado de leer los cuerpos originarios se complica aun más el panorama.
Así, un análisis de los estereotipos de género no puede ir por separado de un análisis del contexto social en que estos estereotipos operan. Caso contrario, corremos el riesgo de hacer lecturas erróneas, invisibilizar las voces propias de cada territorio y plantear caminos de lucha escasamente significativos para los sujetos que los transitan. Esto vale también como advertencia frente a la incorporación cada vez más rápida y acrítica de categorías de la “clasificación racial” usada en Estados Unidos: escuchamos usar el término “caucásica”, “afro-americana”, “hispana”, “latina”, etc. para clasificar a personas en Argentina o países vecinos. Una persona que en nuestro país se autodefina como “blanca” o “caucásica” en EE.UU. difícilmente sería entendida del mismo modo. Esta es una de las tantas razones por las cuales rechazar la importación del patrón utilizado para la “racialización” operada en países del “Primer Mundo” sobre migrantes, turistas, refugiados/as, etc. Debemos elaborar nuestras propias categorías que permitan comprender la densa e intrincada trama de los racismos operantes en nuestros territorios.
Volviendo al principio, en realidad lo que debería llamar nuestra atención es el hecho de que personas de comunidades originarias (tanto hombres como mujeres) se aboquen como sujetos secundarios en trabajos altamente precarizados a tareas que tienen que ver con actividades europeas de raíz colonial. El montañismo como deporte y como actividad turística tiene su origen en los viajes exploratorios que hacían los grupos colonizadores europeos: los pioneros y pioneras de esta disciplina fueron principalmente exploradores/as y aristócratas de Inglaterra, Francia, Suiza, etc. que se dedicaban a recorrer los lugares que aun afianzado el colonialismo eran todavía bastante inaccesibles para el pie europeo en Asia, América y África ya entrados los siglos XIX y XX.
Los pueblos originarios de América, en cambio, han recorrido las montañas andinas por siglos y siglos. Su inserción actual en el mercado del turismo aventura como sujetos racializados y “generizados” tiene muy poco de pintoresco.