Fantasías antropológicas: las mujeres y la cueva
(Por Helen Turpaud Barnes) Por algún azar poco feliz, las discusiones sobre los estereotipos de género muchas veces suelen deslizarse hacia los más remotos tiempos de la Humanidad. Hablar sobre la posibilidad o no de que varones y chicas hagan Educación Física de manera conjunta en la escuela, o sobre el derecho de las mujeres a trabajar fuera del hogar, o sobre maternidad y aborto, puede llevarnos sin escala hasta el Paleolítico, o al menos sumergirnos en datos más o menos traídos de los pelos pero innegablemente descontextualizados sobre la vida en el Neolítico (a nadie le importa si en lo que hoy es Europa, la Polinesia o alguna remota isla del Atlántico). Con suerte, se alejarán tan poco como a la Grecia clásica. No obstante, es increíblemente alta la probabilidad de que buena cantidad de charlas o planteos sobre el machismo en nuestra actual sociedad se ancle durante un buen tiempo en este tipo de referencias.
Se puede agradecer –eso sí- que estas referencias al menos permanezcan dentro del espectro del homo sapiens, ya que otras discusiones derivan directamente al reino animal y cuanta situación sirva de ejemplo ad hoc para intentar deslegitimar al movimiento de mujeres: fantasías biológicas para discusiones estériles.
Es que a menudo los reclamos feministas reciben objeciones del siguiente tipo: “en la Antigüedad los hombres iban a la guerra y las mujeres se quedaban cuidando a la prole”, o “cuando surgió la humanidad, los hombres salían a cazar y las mujeres se quedaban semanas en la cueva esperando que los hombres volvieran”, o chicanas del tipo “si las mujeres hoy tuvieran que salir a cazar un ciervo, se morirían de hambre”. La opinología machista echa mano de datos de manera asombrosamente impune como si quienes esgrimen dichos datos fueran especialistas en paleontología, historia antigua y/o antropología.
El problema con estos planteos es la perspectiva que implican: conectar dos períodos de la humanidad sin tener una clara justificación para ello es por lo menos descontextualizar. Pero no solo es eso, sino que también se apela a datos aislados que en sí mismos no dicen mucho. ¿Qué implicaba la guerra hace cinco mil años? ¿Qué implicaba “cuidar a la prole” en el Paleolítico? ¿Cómo creemos que se vivía en cuevas en algunas áreas del planeta? ¿Qué creemos que hacían las mujeres cuando los hombres de un clan o pueblo se ausentaban por largas jornadas? ¿Realmente quienes “salían” eran siempre los hombres?
Que la apelación a semejantes extrapolaciones se acepte con tanta naturalidad en paneles académicos, programas televisivos o aulas escolares es casi cómico. No solemos discutir el actual sistema democrático diciendo “la democracia es absurda porque hace cinco mil años gobernaban los faraones”. Tampoco decimos “está mal dar pensiones a las personas con discapacidad porque hace siglos se las encerraba en asilos”. O “no usemos anestesia en los hospitales porque en la Antigüedad la anestesia no existía” (curiosamente el único ámbito donde sí se apela a comparaciones absurdas como estas es en el obstétrico, donde las pacientes son principalmente mujeres…). O “no cuidemos a niños y niñas con enfermedades porque hace miles de años se les dejaba morir ya que eran una carga”.
Olvidemos por un momento que la división entre lo público y lo privado es solo propia de algunas culturas, que en muchas culturas las mujeres guerreaban, hacían caza mayor, domaban animales, o que había claras diferencias entre ciertos tipos de hombres y ciertos tipos de mujeres e incluso sociedades que no tenían divisiones binarias de género. Tengamos en cuenta por lo pronto que las fantasías antropológicas usadas en muchas discusiones son más parecidas a representaciones de glamour hollywoodense que otra cosa. El hecho de que en muchos casos las mujeres “se quedaran” en una cueva o choza esperando a los hombres que salían de caza no quiere decir que esa cueva o choza era la réplica de un departamento de clase media bahiense. Se sabe bastante fehacientemente cuáles eran las “tareas femeninas” en contextos de largas ausencias masculinas: las mujeres podían estar sometidas a todos los rigores de un clima gélido, inundaciones, sequías, debían ellas mismas cazar animales para sustentarse, construir sus propias herramientas, y hasta sus propias casas, movilizar objetos de gran peso sin la ayuda de transportes que hoy en día son comunes, pastorear ganado, cultivar la tierra, defenderse de atacantes y otro gran conjunto de trabajos considerados “pesados” que buena cantidad de hombres en la actualidad no realizan ni realizarán jamás para su sustento cotidiano (sin considerar además que el hecho mismo de tener que cuidar a niños y niñas ya es una tarea muy ardua).
Asumir que “quedarse en casa” es “no hacer casi nada” no responde solamente al actual imaginario que desconoce que las tareas domésticas son trabajo, sino que también responde a otros dos imaginarios. Lo que deben hacer las mujeres pobres en sus casas puede ser considerablemente duro por la falta de medios, de “ayuda”, de herramientas, o en condiciones climáticas duras. Si trasladamos estas dificultades de por sí grandes a otros períodos históricos en que no existían ciertas opciones incluso para quienes tendrían los medios económicos para costearlos, parece apenas un reproche a las mujeres decirnos que en otras épocas “lo femenino era quedarse en su hogar con sus hijos”.
No lo sería si tal fuera el caso. Sin embargo, ni siquiera es el caso. En un reportaje, la revulsiva y controvertida académica estadounidense Camille Paglia critica la sugerencia feminista de que a las niñas y mujeres hay que animarlas a “levantar la voz” en el trabajo, la escuela, la pareja. Observa que tal incitación no es más que una aspiración burguesa, totalmente ajena a las costumbres pasadas y presentes de mujeres pobres de zonas urbanas súperpobladas o de campesinas y comerciantes callejeras, y de culturas no occidentales. Son las mujeres burguesas, acostumbradas desde hace siglos a guardar silencio y decoro, sujetas al secreto familiar en casas bien provistas, las que necesitarían “aprender a levantar la voz”. En cambio, las campesinas, las obreras, son más bien denostadas por ser “gritonas” y “malhabladas”. Esta contraposición entre la circunspección femenina (y no solo femenina) burguesa y la ruidosa condición de las clases bajas, esclavas o campesinas no es ninguna novedad.
Podríamos objetar que la idea de silenciamiento no puede ser desconocida en tanto mecanismo con que las clases dominantes y los hombres ejercen su poder sobre las clases dominadas y las mujeres, respectivamente. Sin embargo, sorprende que la repetición de la metáfora de levantar la voz olvide que ya muchas tienen la voz levantada hace rato por pura adscripción de clase.
Del mismo modo, la estadounidense Sojourner Truth (quien en 1827 había huido de la esclavitud) irrumpió en 1851 en una convención sobre derechos de las mujeres en Ohio donde se discutía cómo “proteger” a las mujeres de ciertas violencias y rigores. Según el testimonio de una asistente al encuentro (hay varias versiones del hecho), Truth subió al estrado, mostró su voluminoso bíceps de dura trabajadora al público y espetó “Ain’t I a woman?!” (“¡¿Acaso no soy una mujer?!”) y dio un breve discurso. Era evidente para una ex esclava negra que no tenía sentido hablar de vulnerabilidad puesto que ella hacía el mismo trabajo que cualquier hombre. (Por cierto: las esclavas negras sufrían especialmente la violencia sexual, pero esto no era una debilidad intrínseca de ellas sino un método de dominación impuesto desde fuera.) Así, el planteo sobre las “debilidades” femeninas venía dado por un sector social que solo pensaba en las mujeres burguesas. Hasta el siglo XIX siempre estuvo claro: las “otras” simplemente NO ERAN MUJERES. Si la modernidad nos impuso el modelo del ciudadano como hombre blanco, heterosexual y burgués, también nos presentó el modelo de la mujer como blanca, heterosexual, burguesa y débil(itada).
Es decir que, desde los albores de la Humanidad hasta el día de hoy, la división entre “salir o quedarse en casa” no necesariamente representa/ba una oposición en materia de dificultades físicas, y en los casos en que sí, su contraparte doméstica sería vista como muy dura desde los estándares burgueses actuales. Que una opción implique mayor o menor rigor físico pierde sentido si se lo compara con la comodidad burguesa tanto de hombres como mujeres que tienen trabajos mucho más protegidos que los sectores populares o cuyas tareas pesadas en muchos casos están facilitadas por los avances tecnológicos que no existían para hacerles las cosas más fáciles a mujeres u hombres hace décadas o siglos.
Es entonces una combinación de machismo, clasismo y falta de perspectiva histórica lo que abona la fantasía antropológica de que debía ser cómodo “quedarse en la cueva/choza/aldea”.
Cada vez que escucho que alguien dice que las mujeres no deberían hacer tal o cual trabajo, “porque en la era de las cavernas las mujeres se quedaban en la cueva”, pienso en cuánto tardaría el hombre o mujer que me dice semejante cosa en siquiera prender el fuego para calentar el agua que trajo de una fuente a dos kilómetros de distancia y cocinar el ave o roedor que debió salir a cazar toda la tarde mientras protegía a sus criaturas de ser atacadas por alimañas.
No parece realmente un buen argumento.