Fantasías biológicas: tomar el guante del biologicismo.

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(Por Helen Turpaud Barnes) ¿Por qué no?: aceptemos discutir con el machismo en su propio terreno, el del remanido argumento de que “hombres y mujeres son biológicamente diferentes”, “los hombres son más fuertes”, etc. Concedamos por un momento el peso de la razón a estos planteos tan simplificadores. Pero si realmente aplicamos un criterio biologicista (o lo que entiende el patriarcado que es propio de la biología) estaríamos en serios problemas para sostener el actual sistema de división sexual de la sociedad. Con una simple lista estaríamos en condiciones de reclamar toda una serie de tareas y roles para los que se dice que las mujeres no estamos “naturalmente” preparadas.
Empecemos. No hay ningún impedimento biológico, genético o fisiológico para que las mujeres sean electricistas. No hay ningún impedimento biológico para que las mujeres no sean madres. No hay ningún impedimento biológico para que las mujeres sean futbolistas, carniceras, programadoras, traumatólogas, presidentas, astrónomas, periodistas, novelistas, guitarristas, contadoras, etc. No obstante, en todas estas tareas las mujeres son discriminadas o menospreciadas. Así, quien niega la biología no es el feminismo, sino más bien el machismo, el cual plantea que las mujeres “no pueden hacer” cosas que biológicamente no tienen ningún impedimento para hacer.
Tan solo imaginemos la barbaridad que implicaría defender criterios de “aptitud corporal”, “fuerza física” o “habilidad” a la hora de considerar a personas con discapacidades para un puesto laboral: ya no admitimos (o está muy mal visto) que se discrimine a tales personas por la supuesta “obviedad” de su “diferencia” física, ya que lo físico no se reduce a la capacidad de hacer flexiones de brazos. Sin embargo, en el caso de las mujeres se sigue aplicando alegremente esta idea tan estrecha de “capacidad física”. Una sociedad se indigna hipócritamente cuando se discrimina a una persona no vidente que quiera ser docente o se rechace por no tener piernas a alguien que quiere practicar natación (sabiendo que estas tareas pueden ser desempeñadas por estos sujetos), pero considera imposible (o al menos una extraordinaria proeza) que una mujer cambie el bidón de agua de un dispenser.
En el programa “Miserias de la economía” conducido por Eduardo Lucita (de Economistas de Izquierda), se entrevistó –entre otras- a la economista feminista Corina Rodríguez Enríquez (UBA/CONICET). El conductor, hablando de la explotación de las mujeres en la industria electrónica, dijo que “es un trabajo muy femenino porque se precisan manos más pequeñas”. Aun si concediéramos alguna pertinencia a las sorprendentes consideraciones antropométricas de Lucita, preguntémonos por qué esta “verdad biológica” que haría de las mujeres sujetos más “aptos” que los hombres para trabajar en los sectores más explotados de la industria electrónica (sobre todo las maquilas) no se aplica a la hora de considerar a las mujeres igualmente más “aptas” como técnicas en EDES o especialistas en venta y reparación de aparatos electrónicos.
Igualmente, el criterio de la fuerza como divisoria de aguas se evapora cuando hay que repartir las tareas del hogar. Si los varones son tan exorbitante y homogéneamente fuertes, vendría bien tamaña superioridad a la hora de decidir quién va a llevar en brazos a un niño o niña de quince kilos durante horas y horas por día. Si “por naturaleza” (y comparándolos con vaya a saber una qué felino o primate subsahariano) los hombres serían “más protectores”, los niños, niñas y personas más “vulnerables” deberían quedar a cargo de ellos. Pero aquí los criterios de “fuerza” y “protección” de golpe pasan a ser llamados “cuidado”, “amor”, “instinto materno”. ¿Y a quién le toca “naturalmente” el cuidar, amar, maternar? A las mujeres. La idea del hombre “proveedor” que se usa para justificar la reclusión de muchas mujeres en sus casas o su relegamiento como profesionales, de repente se esfuma si miramos la gran cantidad de hombres que no pasan alimentos a sus hijos/as luego de un divorcio. No es un tema biológico: es un tema de las palabras que elegimos para cada caso.
Queda una carta en la manga del machismo: la extensión del biologicismo en un tándem junto con la psicología. Se dice que las mujeres serían más “sensibles”, “el cerebro de las mujeres es diferente al de los hombres”, etc. Personas que saben que las experiencias de vida, lo ambiental, e incluso cambios socio-políticos imprimen marcas psicológicas muy fuertes en los sujetos, que saben que –por ejemplo- un gran nivel de estrés familiar o laboral, o bien estímulos afectuosos y positivos durante un tiempo prolongado pueden generar cambios a nivel neuronal tan grandes que son observables en un mapeo cerebral, sin embargo se obstinan en negar estos mismos condicionamientos cuando se trata del género. En general, admitimos que veteranos/as de guerra registran cambios psiconeuronales producto de sus experiencias; admitimos que una educación temprana en operaciones matemáticas genera ciertos modos de razonar específicos; admitimos que ciertas idiosincrasias nacionales construyen personalidades más expansivas que otras; admitimos que la práctica sostenida de la meditación produce cambios a nivel cerebral. Entonces, bien podríamos admitir también que una sociedad que educa a varones de un modo y a mujeres de otro dé como resultado ciertas constantes psico-neurológicas que NO SON CAUSA SINO EFECTO de cómo se educa a unos y otras. Tan simple como decir que si se educa a las chicas para permitirse llorar y a los varones para no hacerlo es harto obvio el resultado que obtendremos, con o sin estudio neurológico.
Y tomemos el concepto de “sensibilidad”: lo asociamos con poder mostrar afecto, o bien con “irracionalidad”, irritabilidad, llanto o tristeza fáciles. Se les atribuye estas características a las mujeres, mientras que a los hombres se les atribuye racionalidad, practicidad, capacidad de disociación afectiva, dificultad para mostrar las “emociones”. En un intento válido aunque engañoso por cuestionar este estereotipo se suele resaltar la capacidad de las mujeres de ser “multitasking”, de resolver eficazmente problemas concretos, etc. Del mismo modo, se intenta hablar del “costado femenino” (?) de los hombres, el cual consistiría en “mostrar más las emociones”. Este tipo de planteos lamentablemente deja incólume la idea de que hay ciertas cosas “femeninas” y otras “masculinas”, y propone como solución simplemente un “intercambio de roles”.
Una mirada más radical del tema conlleva necesariamente cuestionar el lenguaje que usamos según se trate de varones o mujeres. Muchas prácticas masculinas implican enojarse, llorar, castigar con silencios, vivir algo “irracionalmente”, etc., siempre y cuando estas emociones no se den en ámbitos entendidos como “femeninos”. Se educa a los varones en una “sensibilidad” inmensa referida –por ejemplo- al deporte (sobre todo el fútbol). Es un ámbito vigilado con tal celo emocional que muchísimos hombres rechazan la presencia de mujeres como periodistas deportivas, árbitras, entrenadoras o incluso una mera opinión en un asado dominguero argumentando que estarían incapacitadas para entender la “pasión” deportiva. Más allá del conocimiento de la cancha que se requiere, el énfasis puesto en el condicionamiento psicológico de jugar de local o visitante y la presencia de la hinchada parecen ser un factor insoslayable en todo partido de fútbol, y es un tema emocional, no técnico (llamado eufemísticamente “folklore”, no sea cosa que alguien piense que los futboleros caen en sensiblerías mujeriles). Usar la expresión “femicidio” en vez de “crimen pasional” implica cuestionar la idea de que los hombres matan porque “no se pueden contener”, “se puso loco”, “es muy celoso”. A la hora de matar mujeres, los hombres que siguen el modelo de la masculinidad hegemónica son los sujetos más “sensibles” del planeta: una minifalda, un “no”, un cuestionamiento, la pérdida del más mínimo privilegio y se dispara la furia machista. Otros ejemplos de sensiblería viril son el nacionalismo, la homofobia, etc.
Sin ir más lejos, quienes dominan la historia y el mercado de las artes y la literatura (lo cual el imaginario cultural asocia bastante con la “sensibilidad”) son mayoritariamente hombres. Quizás las mujeres estamos tan locas que nuestra sensibilidad es incomunicable por medio de lo estético. Es habitual decir que siempre hay algo del orden de lo no dicho en la literatura o el arte… cuando se ocupan de ello los varones. En cambio, cuando es tarea de las mujeres, pasa a haber algo del orden de lo no escuchado o de lo no visto (aunque curiosamente se dice que las mujeres “hablan más” que los hombres).
No, al final no era la biología. Era otra cosa.