Hasta siempre a nuestro duende bolchevique: Edgardo Luis Fernández Stacco

(Por Astor Vitali) Desde hace unos cinco años empecé a entrevistarlo para escribir su biografía. Se trata de una historia muy rica que creo que debe ser contada: es un tipo de intelectual que, considero, es deseable que exista. Cuando murieron David Viñas, León Rozitchner y Horacio González, por poner algunos ejemplos de diferentes corrientes, se ha dicho y se ha insistido en esta cínica idea: “se ha ido un tipo de intelectual comprometido, que ya no existe”, ubicando la posibilidad del ejercicio crítico serio en el siglo veinte, en referencia al intelectual sartreano. Ahora estaría demodé. Conviene hacer cosas que no molesten.

Algunos vicios del progresismo formal consisten en marcar tarjeta en la militancia política, leer Página 12 y luego en la vida ordinaria hacer cualquier otra cosa diferente a lo que se postula. Edgardo era todo lo contrario. Era matemático, no venía de Humanidades y era un intelectual crítico y un militante.

Un cuatro de julio de 1935, en el sur de América, nace Edgardo Luis Fernández Stacco. Paradójicamente, coincide con la fecha de la independencia de Estados Unidos, a la vez, fecha de la dependencia de todo lo demás. Fue concebido en Nicolás Levalle, “un lugar totalmente ignoto”, recuerda con inmenso cariño.

La estación ferroviaria y la escuela eran las grandes estructuras de referencia: eran la escenografía viva de un país al que el destino le aseguraba ventura en el porvenir y riqueza en el mundo del trabajo. En la actualidad, quedan como paisaje fantasmal de un derrotero bien distinto al que casi todos esperaban en aquel tiempo.

En el año 2018, las autoridades decidieron cerrar la escuela. Su casa de infancia. El macrismo hizo antiHistoria. Fungió como plumero de las marcas del tiempo, hechas polvo por la desmemoria.

Como a toda persona verdaderamente seria, a Edgardo lo caracteriza (todavía no podemos hablar en tiempo pasado) su sentido del humor. Como dice la letra de “El gordo triste” de Ferrer, en referencia a Troilo: “por su voz que es un gato sobre ocultos platillos”.

Vive en él una especie de duende oculto –como un apuntador malicioso y expectante-, un comentarista subrepticio que suena en el eco de sus vinos. Siempre hay en la puerta de sus palabras una especie de chiste existencial, que se burla del dramatismo de la estupidez cotidiana con su mueca de sorna saludable. Haciendo la pausa que precede al chiste, define su niñez como si tal cosa: “yo era muy chiquito cuando nací”. Así comenzaron a rodar horas y horas de entrevista para conocerlo con mayor profundidad.

Hijo de la maestra Carmen Stacco, a su vez, hija de padres italianos –primera generación de americanos de la familia. El abuelo Stacco era ferroviario. Vivía en calle Corrientes, cerca de las vías de ferrocarril de Bahía Blanca, junto a su familia.

Los tres hermanos de Carmen eran ferroviarios. Las noticas en aquella Argentina viajaban sobre rieles. Uno de ellos recomendó a Carmen que fuera a dar clase en Algarrobo, ya que se enteró de que había un cargo docente disponible.

El padre de Edgardo fue Pedro Fernández Espinazo, también ferroviario. Llegó a los seis años desde España, acompañado de tres hermanas. Fueron enviados al sur del nuevo continente, acuciados por la pobreza. En tierra feudal quedó el hijo mayor, que llegó a ser general franquista, y la hija más pequeña.

Pedro llegó a Levalle para trabajar en las salinas, a través del vínculo que estableció un tío. Había cosecha de trigo y se enviaba la producción de la salina hacia Buenos Aires. Por entonces, el ferrocarril tenía una parada cada 25 o 30 kilómetros. Hoy es un museo: el Museo del Trabajo.

La única salida era la milonga. En Levalle se preparaba un galpón para la fiesta anual. Galpón de chapa y piso de tierra. Durante los preparativos, se tiraba agua embotellada para que no se levantara polvareda.

En ese galpón se conocieron el español Pedro y la hija de italianos Carmen. Una noche de primavera, los ecos de una ranchera interpretada por la orquesta de típica de Olivio Parcaroli, resonaban bajo las estrellas; en aquellas tierras todo podría crecer y engordar. El cobijo del amor sureño de Pedro y Carmen sonaba en las lengüetas de un acordeón. Tal vez, alguna de esas noches actuaron Javier Rizzo y Mario Mauré, como lo hacían en tantos pueblos.

Carmen y Pedro continuaron su baile fuera de la milonga. Hablaron, miraron el mundo desde el sur, se amaron y, cómo no, se casaron. Un varón y una niña nacieron de este amor, en forma de mellizos.

Por aquellos años se imaginaba jugando en medio de los relatos de Fioravanti (Joaquín Carballo Serantes). Cuando ganaba Boca, salía por las vías, saltando por los durmientes, gritando ¡Boca! ¡Boca!, con una bandera de hule.

La escuela era la casa de la maestra y, por ende, del niño Edgardo que, a sus 3 años percibía un mundo de tiza y clases a través de las divisiones que Pedro había construido para mejorar el dictado de clases. Turno mañana y turno tarde, la escuela recibía alumnos a caballo, con horarios no del todo ajustados. La copa de leche que Carmen repartía, tal vez, dividía el día en antes y después. Cuando Carmen se jubila se da cuenta que no tenía vivienda propia.

En ese contexto, aprender a leer era un asunto ineludible. Los conocimientos y las clases eran como salir al patio a la mañana, una sensación de estar en casa con el sol abrigando las sonrisas. Por ello, antes de comenzar el ciclo escolar, este niño ya leía con fluidez.

A sus siete, Edgardo comenzó a cumplir el rol de bibliotecario. Llevaba los cuadernos, anotaba los préstamos y recibía a sus compañeros. Una de las consecuencias, un trauma de aquella época, fue estudiar todos los países africanos con los nombres de la colonia. La confusión perdura. Sabía las capitales. De hecho, era uno de los juegos con los que pasaban el tiempo junto a su hermana y a Nora. Sabía su geografía, las montañas, las monedas. “Así viajábamos”.

Además, era Jefe de gallinero. Juntaba los huevos. Tomaba el almanaque y le ponía un nombre a cada huevo. “Eran mis hermanos”. A la hora del puchero, su padre lo alejaba, llevándolo a la estación, para que alguien pudiera ocuparse de matar un pollo con destino a la olla. Hasta sus 20 años no los incorporó a su dieta.

Entre revistas Tejiendo y Radiolandia, Paturicito y Billiken, viajaba a Médanos a estudiar piano. Desde los siete a los doce años.

Con tres años de estudio, ya participaban de los conciertos de fin de año que recibían al público en el Cine Moderno. El domingo dieciséis de diciembre de 1945, por ejemplo, al atardecer, con entrada libre, la población escuchó la interpretación edgardeana de “Jugando a los soldaditos” de J. Willams y “El pequeño carnaval” de Setreabbog.

“Alguna vez hubo un piano en Nicolás Levalle”. Fue cuando Pedro y Carmen deciden comprar uno vertical, para que sus hijos pudieran estudiar en casa.

Los niños ricos viajarían quién sabe cómo y hacia dónde. Para las familias populares, nada mejor que un padre ferroviario para pasar el verano. Destino: Zapala, ida y vuelta. Las vacaciones las pasaba sobre el tren, con el viejo.

Luego se mudan a Médanos. Los primeros cigarrillos Teckla robados al almacén y las tardes en la plaza. Los primeros amigos.

En 1948 comienza a estudiar en el Don Bosco, era la posibilidad de seguir la educación secundaria. Descubre la disciplina pero sobre todo experimenta la sensación del árbol que vence al tutor. Uno de los curas lo castiga por hablar durante el almuerzo. Alguien le pasa la comida por una ventana, lo encuentran y el cura intenta pegarle. El “petiso”, como le decían, esquiva y la autoridad se quiebra los dedos. No lo dejaron ingresar a misa: “gracias”, respondió.

Por ejemplo, en el Don Bosco repartían el libro de las jaculatorias, “frases para decir cuando estabas en gracia de Dios”, o sea, después de comulgar. Según se profesaba, serían de suma utilidad en caso de que, por circunstancias de la vida, alguien se llegara a encontrar en la fila  de espera del purgatorio.

“Con cada frase, por ejemplo, se restaba una semana en el purgatorio. Uno se hacía medio mercenario”, dice Edgardo, intervenido por su risa gutural. “Según la extensión del texto, hasta se podía llegar a suprimir un año de purga”.

Luego iría a la Escuela de Comercio. Siempre hay alguien en la tribuna con el que cruzar mirada. En este caso, se trataba nada menos que de Jesús: el profesor Jesús Nieto. Era hincha de Tiro Federal. En ese momento, su madre trabajaba en la escuela número 9. En la esquina de su casa, tomaba la Línea 10 de La Bahiense, Liniers y Corrientes. El profe vivía en calle Newton, por lo que tomaba el transporte en calle Sarratea. Y, cómo no, nuestro niño tenía siempre diez en matemática.

“Fernández ¿usted no quiere tener alumnos de matemática?”, le dijo Nieto. Jesús estaba atareado y no podía atender a los de primer año. Con quince años, Edgardo toma esta primera tarea pedagógica seria. Comenzó con cinco alumnos.

Entre el combate contra la disciplina salesiana, la docencia y el acceso a la educación pública forjaron una personalidad que iría fortificando durante toda su vida. Siempre como laburante y siempre desde el llano. El resto de la historia es más conocida y la iremos contando en los próximos días en programas especiales.

Principalmente se dedicó a sembrar: siempre brotará de cualquier tierra que haya pisado algo nuevo. Así fue parte de la Federación Universitaria del Sur, fundador de la UNS como estudiante, creador de una facultad de Matemáticas en Venezuela durante su exilio, del Instituto de Relaciones Culturales con la URSS, de la Casa de la Amistad Argentino Cubana, de la Asociación de Docentes de la UNS, entre otras mil flores de su jardín de pueblo.

Hace bien hoy la UNS en recordar, en un artículo de prensa, que escribió el libro Abandono a la contemplación. Haría mejor en recordar que lo escribió porque la publicación oficial le resultaba falta de espíritu crítico. Su posición era la de siempre: construyo, si falta, lo hago. Siempre el trabajo antes que la queja. Crítica y queja no son primos.

Siempre activo, acaba de publicarse Un trapo rojo, editado por El Galpón Enciclopédico, que contiene un artículo suyo. Seguía trabajando en traducciones, investigaciones y próximamente se publicará un libro en Acercándonos Ediciones sobre la solidad con Cuba.

Otras imágenes de una vida llena de imágenes. Por ejemplo, cuando estuvo Varsovia estudiante, en los sesentas, los diarios de la época registran a un uruguayo, un argentino y un cubano sacudiendo toscazos a la embajada de Estados Unidos. Podemos imaginar quién era el argentino. Tuvo que ver con una de las tantas intervenciones yanquis en el destino sudamericano.

Cabe señalar algunas cosas más. Cuando vuelve de su exilio, la UNS no lo reconoce y debe obtener lugar en la Universidad del Comahue. Será varios años después que pueda recuperar el trabajo que le había sido arrebatado por la intervención de Remus Tetu.

Dentro de la vida política partidaria no fue una persona obediente; también fue crítico. En más de una oportunidad desató directivas arbitrarias. Tenía una profunda voluntad democrática y asambleísta, aprendida durante las tomas universitarias del 55. Cuando debió exiliarse, cabe recordar, tuvo que valérselas por sí mismo.

Creo también que hay que hablar de la ternura de Edgardo. La solidaridad puede ser una palabrita sin eco: no siempre la vida pública coincide con el accionar “privado”. Edgardo era amigo de sus compañeros y compañeras. Todavía con el teléfono fijo llamaba: “¿cómo estás? ¿Qué necesitás? Pasó tal cosa”.

Alguien que estaba convencido de que la inteligencia, la capacidad de la organización y la lucha, de la mano del conocimiento, y el conocimiento en las manos del pueblo, podían cambiar el mundo. Luchó por una universidad que hoy no es tan pública ni tan gratuita. Por una universidad nueva.

Tenía un profundo amor por la cultura, la poesía, la literatura. De ahí su amistad con referentes como Fernández Retamar.

En la versión de audio de esta columna lo escuchamos leyendo un poema y emocionándose, refiriéndose a Watu.

Ha sido difícil escribir esto: Edgardo no está más físicamente, no podremos tomar mate nunca más con él. Es una gran pérdida. Pero escribir estas líneas tiene que ver precisamente con lo que hemos dicho de él: tesón, fortaleza y construcción. Que su ausencia no nos entristezca, luego de llorarlo estos días, que su memoria nos fortalezca.

Es una presencia que ha pasado por el mundo desde 1935 hasta hoy sin dejar de preguntarse un solo día cómo están los otros, los otros seres humanos que viven en mi comunidad.

Deja la alegría, el trabajo, sus libros, sus alumnos y alumnas, esta misma radio: somos hijes de Edgardo.

Enamorado del anarquismo en sus comienzos, comunista por elección desde 1969, era de esos comunistas a los que no les importa el carnet ni la chapa sino que bregan diaria y efectivamente por una vida justa.

Voy a poner puntos suspensivos con dos anécdotas. Recuerdo una reunión política en la que se estaban discutiendo alianzas electorales. Edgardo a veces se dormía con la cabeza apoyada en su bastón (con el que podía tanto mover algo de la mesa o traer la soda con la que le disparaba a su perro, jugando). Durante un silencio despierta y dice: “yo pregunto, además de esta cosa de las elecciones ¿cuándo vamos a volver a hablar de socialismo?”. Luego risas. Pero era un asunto muy serio. ¿Cuándo?

Y finalmente, puedo recordarme con 17 años, participando con timidez de una reunión política en al Casa de la Amistad Argentino Cubana, junto a un grupo de jóvenes. El profesor Edgardo interrumpe la charla con una sonrisa, y una bandeja de empanadas que decide acercarnos: “coman pelotudos ¿cómo quieren hacer la revolución si no comen?”.

No hace falta decir que estará presente.

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