Primero porque decir FM De la Calle es, desde su fundación, un lugar no solo escuchado por quienes hacen, investigan, crean, trabajan en la cultura sino que es un medio comunitario que está construido por quienes hacen, investigan, crean y trabajan en la cultura.

Es lógico entonces que intentemos proponer, además de la agenda periodística general, una propuesta que puede poner la lupa de nuestros micrófonos en aquello que se piensa en la ciudad, aquello que se inventa, aquello que se crea.

Siempre se dice que es muy difícil definir qué es cultura. Diríamos que es un lugar común del posmodernismo señalar casi ante cualquier término: no hay una sola definición de tal cosa y hay tantas definiciones como… etc.

Decía Ricardo Piglia en sus clases televisadas sobre Borges, acerca de esta postura de decir que todo es difícil de definir para no definir nada:

“Como se suele pensar ahora en el cinismo obligatorio actual. Que la verdad no existe, que no hay totalidad… No habrá totalidad pero el sujeto se maneja con una totalidad. Si no ¿cómo hace? No puede ni tomar el colectivo. Si no sabe que el 60 va hasta tal lugar, si no sabe la totalidad y piensa: no, está todo fragmentado… ¿Qué va a hacer?

Después volverá a la casa y se mandará una teoría sobre que en realidad se terminaron los grandes relatos y todas esas tonterías. Entonces no hay totalidad. Como no hay totalidad, no hay sentido”.

Buscan que no haya sentido. Y puede ser que no haya sentido absoluto pero también es cierto, como señalaba Piglia, que para movernos en esto que llamamos mundo tenemos que ponernos más o menos de acuerdo en el nombre de las cosas, en la descripción de para qué sirven y en para qué queremos que las cosas existan o no.

Decir que “cultura es todo” hoy es decir nada. Por izquierda decir eso es ponerse el bonete de gramsciano, total, con decir eso parece que uno se leyó las obras completas del italiano y poner cara de intelectual. Por derecha decir “cultura es todo” les permite introducir en el ámbito de lo cultural cualquier tipo de negocios, ya sea carritos de comida -que por algún motivo son mencionados en otro idioma- o cualquier otro tipo de negocio que no favorece a nadie más que al que factura con ello.

Tomar mate es un hecho cultural en un sentido antropológico pero no lo convierte a uno en Kafka, del mismo modo que comer fideos los domingos no lo convierte a uno en italiano. Kafka se hace Kafka trabajando, escribiendo, sobre todo leyendo, comprometido con comprender el mundo y con los dramas que lo constituyen. Dramas que son comunes para todos y para todas. El arte habla de estas cosas. De las cosas comunes. Comunes a los seres humanos. La italianidad no la otorgan ni la formalidad de la ciudadanía ni una práctica aislada sino la transmisión concreta, la práctica de la abuela.

O sea, la cultura se adquiere a través del trabajo de otros que laburaron antes que yo y de mis propios aportes. O al menos intentos de aportes.

La cultura y el conocimiento son un bien común. La ONU, la UNESCO y otras fábulas de la democracia global formal recomiendan legislaciones y hay países como Argentina que hasta los incorporan a sus constituciones. Pero no es cierto que esto funcione así en la realidad.

Acceder a los recursos culturales existentes, al arte y al conocimiento debería ser una de las cosas más básicas y más al alcance. Sin embargo, entre ansiedades y angustias, la industria va moldeando ciudadanías de mercado y los estados no garantizan políticas públicas sostenidas que permitan que las desigualdades no dejen fuera a millones.

Y este es un problema político central. Era un lugar común en el siglo pasado que una persona que no supiera leer o escribir corría mayor riesgo de manipulación política que otra que haya accedido a la posibilidad de estudiar. Se suponía –y era una vieja premisa no solo de las izquierdas, sino de aquellos sectores que buscaran un país que pudiera sostenerse, de Sarmiento a esta parte- que cuánto mayor fuera el acceso de los pueblos al conocimiento, mayor capacidad de autonomía tendríamos, como pueblo y como país. Incluso como personas de una en una.

En la actualidad, en general, en las plataformas políticas no figura ni por asomo el tema cultural, el tema de cómo se construyen las subjetividades (tema del que el capitalismo se viene ocupando sistemáticamente y bien le va). Cuando aparece el tema, aparece bajo la órbita del “entretenimiento”. ¿Qué diferencia hay entonces entre un liberal y un defensor de la intervención del estado si ambos miran el problema desde el mismo lente?

Un grillo en tu almohada intentará aportar buscando acertar con las preguntas. Es cierto, nadie es dueño de la verdad. Pero hoy, en este capitalismo global al que solíamos llamar imperialismo, unos pocos son dueños de todos los bienes culturales y millones viven despojados de su derecho más básico: acceder a las herramientas universales pensar con cabeza propia, tener los recursos culturales a disposición para poder desear algo más que lo que me ofrece la última publicidad en Instagram.