(Por Giuliana Crucianelli) Una reja separa la puerta de la calle, cintas de colores conforman una guirnalda que cuelga sobre la entrada y, a la izquierda, un cartel dice: “Escuela Primaria Nº37”.
Pregunto por el director y me dicen que entre por el otro lado. Hay un timbre que no anda y muchos adolescentes correteando por el patio. Llegué justo para el recreo. Me recibe Malvina, la secretaria, quien está firmando actas en un aula llena de monitores de computadoras que no andan. Me dice que el director está en el Consejo Escolar pero que me va a atender ella.
“En un rato va sonar el timbre y no hay comedor para todos. Es durísimo para las preceptoras decidir quiénes tienen más hambre”, comenta cuando le pregunto cómo van las cosas. A la 37 asisten 150 pibes y pibas de secundario y 200 de primaria. Sin embargo desde el servicio alimentario del Consejo Escolar brindan solo 25 cupos de 21 pesos diarios.
“La respuesta de veces anteriores es que quizás el año que viene, pero que este año ya no nos van a dar más cupos”, me dice Malvina detrás de los anteojos que se saca y se pone para leer las planillas de los chicos.
Tan solo veinte cuadras separan la escuela del centro de la ciudad pero, según las docentes, su alumnado no es del barrio sino que viene caminando desde lugares más alejados. “Nosotros les decimos que preferimos que vengan tarde antes que no vengan. Pero tenemos esa otra dificultad, no tenemos una ayuda para la carga de la Sube de los pibes. Los chicos vienen cuando pueden y con sus propios recursos”.
Le pido a Malvina que me lleve a recorrer la escuela. Vamos al comedor y allí está María del Carmen. Hace 19 años que cocina en comedores escolares y hace cinco que lo hace en esta escuela. Para las chicas y los chicos es “la tía”, la que hace el arroz con arvejas o el guiso del mediodía. “Siempre están halagando la comida, me preguntan si yo cocino con amor y yo digo que sí. Lo mismo que le hago a mi familia lo hago acá para ellos”.
Hay hechos que funcionan como metáforas, dijo Liliana mientras entraba para conversar. Es la profe de Prácticas del Lenguaje, quien en 21 años vio pasar de todo pero ahora los pibes le piden plata para ir a comprarse una galletita para el recreo. “El rendimiento disminuye notoriamente. La situación del país hace que los papás no tengan trabajo, hace que los chicos vengan con hambre, que ya no haya plata para comprar libros”.
Suena el timbre para entrar a comer, 25 afortunadxs que hoy se van a sentar a la mesa a saborear el pastel de carne que hizo “la tía” después de la clase de la profe Lili. Se abre la puerta y lentamente se acercan a las mesas. Cuando terminan preguntan si pueden llevarse las naranjas del postre. Más adelante, cuando me esté por ir, voy a ver a ese mismo nene darle esa naranja a su hermano menor.
“Están de cuerpo presenten pero la mente no está despierta para atender a la clase”, dice Malvina. “Están como cansados, no tienen la energía que tiene otro adolescente y eso es por la mala alimentación. No solo ahora sino que probablemente haya sido en su primera infancia también”.
Durante la recorrida vamos al patio donde hay un mural que dice: “La educación abre caminos”. Malvina dice que allí están las aulas del secundario, que este año abrieron un cuarto pero “con el riesgo de cerrar el primero”.
“Lo defendimos a capa y espada en conjunto con los gremios docentes que nos dieron una mano muy grande para que se entienda la realidad de los chicos. Y finalmente tenemos los dos primeros. Pero el año que viene no hay más aulas, no hay milagro posible. Al no tener aula, si abrimos el quinto vamos a tener que cerrar un curso”.
Saludo a las profes, a Malvina y voy hasta la parada del colectivo de la esquina. Un profe le dice a un pibe de unos 10 años que no se enoje porque un amigo le dijo que era aburrido, que es un juego y que nunca se lo diría para hacerlo sentir mal. La mamá del nene escucha atentamente mientras come una naranja. El chico abraza al profe con una sonrisa amplia. Viene el colectivo.