(Por Astor Vitali) Este domingo me distraje y salí tarde a comprar los diarios. Tengo por hábito comprar la mayor cantidad de diarios impresos que me permita el bolsillo. A veces resigno otros hábitos para sostener éste.
No se trata de una postura conservadora acerca del consumo de diario de papel: estoy actualizado como cualquiera que se aboque a esta tarea a través de los medios digitales también. No, no es eso. Claro que algo de cultural tiene esta costumbre. Los papeles sobre la mesa, el anotador, recortar, el olor a tinta impresa, los colores, el trabajo periodístico profesional organizando las ideas… Todo esto alcanzaría para sostener la costumbre.
Pero hay algo más. Los medios impresos conservan con mayor evidencia la tarea del editor. Aunque las plumas que escriben artículos noticiosos sean de menor agudeza que las de hace unos pocos años, alguien organiza el pensamiento en los diarios impresos. Lo que el piano es a la música constituye el medio gráfico al periodismo. Do, re, mi, fa, sol, la, si… Una nota al lado de la otra en un mapa perfecto que te permite “mirar” la música en su estructura.
No son estas líneas un elogio a la labor de los editores en la actualidad. Más bien uno cree que han dejado de lado el vuelo literario y se han dejado consumar por la cultura de la imagen y de la noticia web. El espíritu literario que emulaban los editores de antaño se topa hoy con un pretendido ingenio sin vuelo. Aun así, la tarea de organizar el pensamiento en un medio gráfico sigue siendo una tarea necesaria para la propia confección del periódico.
Además, los medios impresos organizan toda la literatura política de coyuntura. Leer lo que escriben unos y otros editorialistas es saber qué línea van a bajar durante la semana los canales de televisión y las radios de esas empresas de manera machacante y hostil. Las mismas cosas que los asesores dirán a los dirigentes están publicadas. Conocerlo ayuda a anticiparse. Leer los artículos suelos en la web no es lo mismo porque la manera de organizar el pensamiento y los tiempos en que deciden publicar es diferente.
Los suplementos de cada periódico arrojan también señales para comprender hacia dónde se orientan ciertas tendencias económicas, sociales y culturales. No se encuentra esa orientación en lo que dicen los suplementos sino identificando con qué intereses publican lo que publican.
Aunque no sea novedad, cabe mencionar que a diecinueve años de comenzado el siglo XXi a la ciudad de Bahía Blanca los matutinos llegan cerca del mediodía, evidenciando un sistema de distribución que desdeña a la población del “interior”, como gustan en llamar desde los “exteriores” metropolitanos.
Como decía al comienzo de este comentario, este domingo me distraje y salí tarde a buscar los diarios. Mi quiosquero amigo habrá sentido recelo de mi olvido puesto que ya no estaba cuando decidí salir. Caminé cuatro quilómetros buscando un quiosco de revistas abierto. Todavía no eran las dos de la tarde.
Finalmente, me topo con un quiosco de revistas de larga data en una esquina universitaria. ¿Qué tal? Buen día. ¿Cómo están? Pido cinco periódicos. Me miraron con sospecha. “Tenés para entretenerte”, dijo la comerciante. Luego hablamos del país y de que “no se sabe a quién votar” porque no se sabe “quién no te va a hundir” .
“Yo voté a Macri”, me dijo. “Estamos pensando en cerrar porque nos piden cosas para las que este quiosco no da”.
Las pilas de diarios no parecían haber disminuido demasiado su volumen. “Hoy no es un buen día”, agregó la vendedora adivinando mi intención.
¿Cuántos diarios de Buenos Aires se venden en un buen día?, le pregunté. “Y… en un buen día de domingo vendemos unos 10 diarios. Cuando empezamos con el quisco, hace treinta años, vendíamos 50 ediciones de cada uno”.
Para la quiosquera el problema es económico porque “hay quienes quieren seguir leyendo pero tienen que elegir una vez por mes o cada tanto porque no pueden pagar $80 cada vez que tienen que comprar un diario”.
Yo ya sé que me van a decir que la cosa es un problema general porque ahora se lee por internet. Sin embargo, no hay fenómeno que pueda explicarse de manera unicausal. Fijate que la sensación de la quiosquera es que “hay gente que quiere leer” pero no puede pagar.
Si en ese quiosco, uno de los más importantes, se venden apenas diez diarios porteños, podríamos sospechar que en una ciudad de trescientos mil habitantes no se venden en quiscos de revista (multiplicándolos por la cantidad existente) más de –con suerte- doscientos o trescientos ejemplares porteños.
En otras palabras, si el fenómeno de la casi nula venta de diarios de papel de tirada nacional se explicara por la tendencia mundial a la lectura web, la cosa no reflejaría más que la expresión de un problema mundial. Problema que encierra otros problemas que no abordaremos en esta columna, como el drama de los algoritmos, cuando los artículos que leemos nos llegan vía redes y cadenas y con ello no es la persona la que sale a buscar críticamente sino que recibe más de lo mismos, es decir, cero estímulo intelectual y pura comodidad ideológica.
Pero cuando “no se puede leer”, informarse, acceder a derechos básicos porque hay que elegir entre el puchero y leer, nos encontramos en una sociedad cuya pobreza afecta directamente a su capacidad de desarrollar a sus partes individuales en su aspecto humano y espiritual.
Es posible que no nos demos cuenta porque estos temas no son tapa.
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