(Por Astor Vitali) ¿Por qué todo el mundo siente que tiene que decir algo sobre Diego Armando Maradona? ¿Por qué todo el mundo siente que tiene algo que decir sobre Maradona? ¿Qué hay detrás de esa pulsión que se vio estos días? ¿Qué pasa que ante un jugador de fútbol de origen pobre la popular aplaude pero el grupo de accionistas y la comisión directa se horrorizan? ¿Qué podría importar y a quién lo que uno opine y nuevamente por qué esa necesidad de opinar?
Hoy estoy alejado del fútbol. Durante mis años de adolescencia, en General Daniel Cerri, solía ir a ver jugar a Sansinena de local. Fue un intento por sostener una cultura, por sentirme parte de algo que venía de familia. Porque yo veía a mi viejo panza arriba vincularse con la pantalla en el televisor medio cascoteado que transmitía el partido, abstraído de su entorno –tan abstraído que el entorno pasaba a ser un ruido-, vincularse con un juego que, en la pantalla, me parecía aburrido. No era el fútbol lo que me parecía aburrido: toda la mediación comercial, la publicidad, la estúpida pronunciación (estéticamente superficial) de muchos locutores –aunque siempre me atrajo el glorioso vuelo poético narrativo de los grandes relatores y comentaristas-, los jugadores convertidos en posters que nos vendía Coca-Cola, los clubes deportivos en manos de millonarios como una empresa más en aquel este país saqueado –el de los 90-, los negocios espurios que en lugar de dar espacio a les jóvenes los ponían en la ruta del runfla, los odios irracionales. En definitiva: la podredumbre de haber convertido en un comercio de pocos ricos lo que es un deporte popular donde debería primar la alegría y la destreza, la belleza del juego y la virtud; no el encono y violencia, no el malestar y la trampa.
Si bien, entonces, el fútbol de primera me repelía porque no veía la cosa del pueblo en ello sino la cosa para el pueblo: una construcción vertical donde las ganancias también son recibidas verticalmente (pero de abajo hacia arriba). Entonces, ir a la cancha fue la manera que encontré de pibe de vincularme con “los que juegan por la camiseta”.
Ir a ver a Sansinena era hermoso. Los días a cielo abierto; la caminata hasta la cancha, la tribuna dispuesta a introducirse de lleno en el juego. El folclore. Las broncas y las alegrías. Los abrazos y la descarga con los malos arbitrajes.
Los jugadores; otro capítulo. Estaban los más pibes, pura energía y destreza buscando su estilo y, tal vez, buscando un futuro alejado de todos los dolores que la vida de un laburante pobre tiene. En esto, Maradona es un espejo en que el que querían verse reflejados todos los gurises de todas las canchitas del país.
No se sabe, pero ¿quién te dice? En una de esas salimos de pobres y le compro a mi vieja una casita y puedo comprarme pilchas para invitar a salir a Sofi que yo creo que le gusto pero no animo a ir hasta la casa con estos pantalones. Además, el padre trabaja en una empresa y seguro que si voy bien empilchado la cosa cambia. En una de esa hasta nos podemos ir de vacaciones a algún lado. Capaz que hasta puedo terminar de estudiar y todo.
La odiosa reacción de los odiadores de estos días no puede desconocer que Argentina se convirtió en un país en el que una de las pocas promesas que tal vez funcionen para un puñado de pibes es a través de la pelota. Diego Armando Maradona era un pibe cualquiera de millones que le escuchan el ruido de la panza a la vieja durante años, que miran a los costado y ven changas, cirujeo y cartoneo, que ven en las fachadas de las universidades la leyenda “pública y gratuita” y saben que será pública y gratuita pero para otros que pueden pagarse la comida y el techo, que saben que su patria no les ofrece salida y encima les acusa de no querer trabajar –como si hubiese un trabajo digno a la vista que no sea más que para para la olla y sobrevivir, apenas- como si alguien ofreciera salida. La pelota representa, para miles de niños en este país, la esperanza de una vida de sonrisas con dientes y Diego Armando Maradona es el testimonio posible de esa utopía.
Los odiadores, por estos días, los odiadores que siempre odian desde la comodidad personal de saberse a salvo de las calamidades económicas, no pueden ver algo tan evidente como la dura realidad de que el país que le dejamos a miles de pibes es tan frágil que todo puede jugarse en un centro: la suerte de la vida entera de uno y de sus hermanos, de sus hermanas y de sus amados puede revelarse en la gloria artística del empeine dibujando en el viento un geometría mágica que estalla en el grito de la hinchada. Las mentes “bienpensantes” prefieren ver que “qué barbaridad lo que pasa en la cancha”. Sin embargo, la verdadera barbarie está en que esas mentes bienpensantes son las que instauraron un modelo económico en el que la pelota –que no se mancha- representa toda la esperanza que la economía dada no ofrece.
Volviendo a la cancha, otro tema eran los jugadores más grandes. Treinta y pico. Seguros pero de cansancio más fácil. Maduros en su expresión. Templados. Para ellos había otro Maradona. Algunos ya con hijos, otros trabajos y asentándose en otros sueños más modestos: para esos estaba el Maradona que le escupía el asado al papa y que se abrazaba con Fidel Castro. Gestos, nada más. Gestos, nada menos. Referencias que dan cuenta de un rumbo: “toda la gilada de la tele la hago pero la hago haciendo esto otro; lo que vale”.
Para ser más claros: un tipo exitoso y millonario sabe que compra el boleto perdedor bancando abiertamente a la revolución cubana en medio de la victoria y la arrogancia del “Fin de la Historia”. No sólo no es necesario hacer eso: es para salir perdiendo, en ese mundo de ricos y famosos. Pero es perder para que ganen muchos y muchas en términos simbólicos.
Maradona es una expresión social, más allá de su persona. Los moralistas se ofenden porque ese “negro de mierda” se droga, participa de fiestas y vive con las contradicciones publicadas. Ellos, los moralistas, se engañan únicamente así mismos porque todo sus fiestas, sus putas (porque son prostituyentes) y sus drogas las viven a escondidas en costosas fortalezas el sábado por la noche, horas antes de inyectarse otra dosis de moralina en la misa del domingo.
Toda esta dimensión tan grande de lo que significa Maradona para una enorme masa de personas de este pueblo se pierde de vista cuando por algún motivo uno cree que tiene algo que decir de ese tipo. Ojo: yo no creo en las vidas privadas. No creo que uno tenga derecho a maltratar o ser violento puertas para adentro y que eso es privado. Lo personal, es político, está dicho. Maradona dijo abiertamente que él no quería ser ejemplo de nadie y que la familia de cada quien era el propio ejemplo. A veces las familias fustigan al personaje público para no autocriticarse sus propias miserias.
Huelga decir que toda violencia y ejercicio del poder es condenable porque tenemos acuerdo en eso. Ahora, la biografías son otra cosa. La biografía de Manzi no pasa el filtro de género actual y la de Borges no pasa el de los derechos humanos vigente. Pero la calidad artística de Milonga triste o la literatura de Borges no gozan de la saña con la que se ataca a Maradona. David Viñas atacaba a Borges con la literatura de Arlt en la mano; es decir, con argumentos literarios, no con aspectos biográficos.
Sin duda de todas las personas públicas encontraremos aspectos que, a los ojos de la ética actual, serán cuestionables o repudiables. También en Lenin, Fidel o el Che. Pero lo que despierta la descalificación hacia Maradona por estos días es un aspecto indudablemente de clase: no soportan el festejo de la plebe por uno de los que alguna vez fue suyo.
Las imágenes de la Casa Rosada dan cuenta de esto. Por un momento hubo pueblo que se cagó en la formalidad de la fachada democrática y dijo: no nos jodan, al menos queremos saludarlo, no nos van a sacar esto. La respuesta fue la represión. Es la barbarie para la derecha. Gente en cuero en la Rosada. ¿No era la Rosada la casa del Pueblo? El jueves 26 de noviembre de 2020 un poquito lo fue. Un poquito.
A uno le resulta mucho más violento y bárbaro la pobreza estructural que padecemos a diario. Sin embargo, varones ricos, prostituyentes, que lavan dinero, que estafan a lo público, que viven de contratos del estado, que se cagan en la educación y la salud pública, que negocian con el tráfico de drogas, que hacen negocios de todo –hasta con sus propias hijas-, esos tipos son para la sociedad blanca héroes sociales que hasta presiden sociedades industriales y se dan premios entre ellos. Ninguno pasa el moralímetro que le aplican a la figura popular de Diego Maradona.
Sobre Maradona, uno no justifica nada porque nadie tiene por qué justificar. Maradona es todo lo que se dijo: lo reivindicable y lo que él mismo asumió que es repudiable. No hay nada escondido como sí lo hay en esas casas de esos señores ricos que se horrorizan con la monada en la Rosada. Este artículo no es una reivindicación de un ser humano -al que le caben todas las críticas que el feminismo le hizo, sin duda alguna, como a cualquier de nosotros- sino un anticuerpo contra el odio social hacia la masa popular a la que no se le respetó el duelo.
Esta semana nos despedimos de un fenómeno popular que además tenía rasgos artísticos en el deporte que hacía. Ni yo ni nadie tendría que tener la necesidad de defenderlo ni de atacarlo en un momento de duelo porque todo el mundo tiene ya su opinión íntima para con él. En cambio, imbuido por todo lo dicho esta semana sí es preciso defendernos de quienes cuando fustigan esa figura, no hacen más que cagarse en el dolor popular y desplegar su odio de clase.
Para esos, para los odiadores desde la comodidad y el privilegio, queremos decirles: no sean hipócritas, ustedes son tan igual o peores que él en sus defectos; sólo que sin talento ni sus virtudes y con sus porquerías transfugadas a escondidas.