(Por Daniel Feierstein/ Fotos M.A.F.I.A.) Si algo dejó la lucha contra la dictadura genocida en la Argentina fue la construcción de un “límite”: la participación en el genocidio o su legitimación quedaban por fuera de la discusión aceptable.
No fue así en Chile, donde algo menos de medio país siguió defendiendo a Pinochet cuanto menos hasta su detención en el Reino Unido. No fue así en Uruguay, en donde algo más de la mitad de la población votó a favor de impedir el proceso de memoria, verdad y justicia. No fue así en Brasil, donde nunca se juzgó a los responsables y donde se pudo utilizar la legitimación de los represores en el propio proceso vergonzoso del golpe institucional a Dilma Rousseff.
En Argentina ese límite estuvo claro desde 1983: el que reivindica a los genocidas pierde. Alfonsín perdió la pulseada por la posibilidad de enjuiciarlos a partir de las asonadas militares de 1986 y 1987, pero jamás los legitimó y justificó la impunidad sin dejar de condenar sus acciones. Menem decretó los indultos e insistió numerosas veces en los beneficios de una reconciliación, pero cuidándose muy bien de ubicarse en el rol de víctima (“yo, que estuve preso, los puedo perdonar”, fue la frase de justificación). De la Rúa (que tenía algún lazo familiar con los represores) tampoco se animó a una legitimación explícita y sólo Eduardo Alberto Duhalde la ensayó (ya no como presidente sino en la oposición a los Kirchner) y terminó con el 2% de los votos en la elección en la que explicitó su pensamiento.
Es cierto que Bussi, Rico y Patti ganaron elecciones, pero fueron fenómenos locales y, salvo el caso de Bussi que da cuenta de la especificidad de Tucumán, no lo hicieron legitimando explícitamente su rol en el genocidio. Ese límite fue de lo mejor que ha construido la sociedad argentina en medio siglo. Y es importante entender que no es un límite natural y que no todas las sociedades posgenocidas lo han logrado, ni siquiera fue un límite homogéneo en todo el país.
Destaco este punto porque es este límite el que nos quieren correr en este último tiempo, con una ofensiva mediática de la que no tengo recuerdo desde los tiempos de la campaña sucia dictatorial. Nunca los medios de comunicación estuvieron dispuestos a desparramar las versiones de los servicios de inteligencia con tanta potencia como hoy.
Sobre todo las versiones sobre una desaparición forzada: “que está escondido en Chile, que lo mató un puestero, que la familia entregó ropa de tres personas distintas para despistar a los perros, que los gremios usan políticamente el caso, que por qué no reclaman por Julio López (los que jamás reclamaron por Julio López), que dónde están los asesinos de Nisman”, etc etc.
Hay variadas responsabilidades para comprender cómo llegamos aquí. Y debemos revisarlas porque es condición indispensable para evitar una derrota que sería muy costosa para toda la sociedad argentina. Pero esas responsabilidades se resumen en la fábula de Pedro y el Lobo.
Ya lo hemos sufrido con el desarme del límite ante el antisemitismo: la denuncia de cualquier postura como antisemitismo (las críticas al Estado de Israel, las posturas cuestionadoras del sionismo, entre otras) llevaron a la incapacidad de identificar al verdadero antisemitismo. Si todo es antisemitismo nada lo es. Y al tratar de antisemitas a todos los críticos del establishment israelí se logró como resultado que reaparecieran los verdaderos antisemitas relegitimados, los que sí utilizan cualquier cosa (también las críticas al Estado de Israel) para desparramar su odio antijudío. Utilizar el límite para forzarlo generó su quiebre.
Del mismo modo, se abusó durante la última década del límite frente a los genocidas. Desde sectores del gobierno k se acusó a todo crítico opositor de ser “la dictadura”, se utilizó el valioso límite construido frente a los genocidas como herramienta partidaria con la que salir a golpear, por ejemplo, a periodistas que (pese a defender posiciones cuestionables desde distintos puntos de vista) jamás tuvieron ninguna cercanía con los genocidas ni con la impunidad (se me ocurren Ernesto Tenenbaum y María O´Donnell, por poner algunos nombres, pero seguramente haya muchos más). Hasta Patricia Walsh o Luis Zamora podían ser “el enemigo” en estas visiones paranoicas.
Simultáneamente se quiso construir un nuevo límite desde la oposición al kirchnerismo: el propio kirchnerismo como límite, la corrupción como equivalente del genocidio en la escala moral. Para muchos sectores de la izquierda o de un periodismo opositor más bien liberal, estar al lado de un kirchnerista pasó a ser algo equivalente a estar al lado de un genocida. “Kirchnerista” pasó a transformarse en insulto y lo es hoy en muchas redes sociales. Amistades, familias, grupos políticos, organismos de DDHH se han quebrado por la famosa “grieta”.
Frente al límite aceptado socialmente en la ilegitimidad de los genocidas, cada uno comenzó a construir su propio límite: Clarín, los troscos, el peronismo, los k. Hasta irónicamente vale la pena mencionar que, para Carrió, el límite hace unos años era Macri. Límites que son subjetivos, múltiples y cambiantes. O sea, límites que dejan de ser límites.
Cuando cada uno pone el límite que se la canta, entonces no hay más límites. Ese fue el momento donde los genocidas salieron de sus cuevas para hacer oír sus voces. Ellos también tienen sus límites. Los que no podían hablar hoy pueblan los medios de comunicación masiva y acusan de subversión, terrorismo, uso político del caso de Santiago Maldonado, traen a las “víctimas del terrorismo de los ´70” y deben ser escuchados porque “todos tenemos derecho a hacer oír nuestra voz”. Cuando todos son antisemitas ninguno lo es. Cuanto todos están más allá del límite, ninguno lo está. Sólo así puede explicarse que, más de treinta años después, tengamos que escuchar los cuentos de los servicios de inteligencia sobre una desaparición forzada en el prime time televisivo y sean repetidos por miles de personas, ingenuamente o no, sin recibir el repudio público que recibieron durante treinta años.
Necesitamos reconstruir el límite que fuimos capaces de establecer como respuesta ante el genocidio. El que debe dar respuestas ante una desaparición forzada es el Estado nacional. Ni los desaparecidos estaban en Europa ni se mataban entre ellos ni Santiago Maldonado está en Chile ni se esconde con los “indios subversivos”. Y nadie “adoctrina a nuestros niños” sino que todos, absolutamente todos, tenemos no sólo el derecho sino la obligación de preguntarle una y otra vez al gobierno nacional allí donde podamos: ¿Dónde está Santiago Maldonado? Como le preguntamos en su momento dónde estaba Jorge Julio López. Todos los que seguimos marchando los 18 de septiembre y todos los que no vienen pero deberían venir, por mucho que ahora se hayan acordado, bastante tardíamente por cierto.
Hoy, viernes 1 de septiembre, tenemos otra posibilidad para dejar en claro cuál es nuestro límite. No importa lo que pensás del kirchnerismo. No importa lo que pensás de la izquierda. No importa lo que pensás de TN ni de 678. Hoy tenemos que estar todos juntos para gritarle a Patricia Bullrich, al gobierno nacional, a los servicios de inteligencia que difunden difamaciones a diario y a sus esbirros periodísticos a sueldo… aparición con vida YA de Santiago Maldonado.